or más de 70 años, a partir de las grandes rupturas de los años 30 que desembocaran en la Segunda Guerra Mundial, en América Latina se ha buscado el desarrollo, entendido sobre todo como modernización, pero también como un estar a la altura
de los otros pueblos y naciones que marcaron la historia mundial por lo menos desde un siglo antes. Difícilmente podría decirse hoy que se logró esa meta, pero igualmente inexacto sostener que la búsqueda fue inútil y que nos encontramos como al principio.
Todo puede, desde luego, ser cuestión de perspectivas. Sin embargo, detrás de todas ellas hay siempre una intención, una toma de partido, que debería obligar a precisar los criterios de la evaluación de un periodo tan largo como el señalado. Podemos descubrir, entre otras cosas, que no todos los caminos llevan a Roma, ni necesariamente al llamado primer mundo.
Por ejemplo, proponer que los objetivos de justicia y derechos para todos, usualmente asociados al vocablo democracia, no se han alcanzado y que esa empresa pertenece más bien al mito de Sísifo, implica hacer tabla rasa de lo que en décadas, en siglos podría decirse si se le da valor todavía a 1789, la humanidad construyó en estos aspectos considerados centrales de la modernidad. En nuestro caso, como en el del resto de América Latina, las gestas de independencia no quedaron borradas por la entronización en el poder de las oligarquías de la tierra y de la sangre, aunque tendría que admitirse que esa forma de dominación no sólo duró demasiado sino que, como lo podemos comprobar hoy en Chile, entre otros países, dejó una huella difícil cuando no imposible de borrar que se manifiesta con dureza en los remedos de sociedades señoriales cuya reaparición ocurrió al calor de la dura y cruenta recuperación de la democracia en los últimos años del siglo pasado.
La historia no es lineal, ni en la economía ni en la política, y esa es, tal vez, la primera lección a aprender cuando se piensa en el desarrollo como larga marcha. Este es, o debería ser, el punto de partida de un proyecto dirigido a combinar democracia con igualdad, para no caer víctimas de los varios providencialismos que una crisis como la actual indefectiblemente pone en oferta.
Las sociedades que acometieron la empresa desarrollista como una empresa nacional, policlasista, sin duda han cambiado en las últimas décadas y aquellos oligarcas fundadores difícilmente se reconocerían en sus descendientes, aun si no fueran las tristes caricaturas que en su mayoría son. Los más variados y diversos sectores medios, que se niegan a desaparecer en el vórtice polarizador inducido por la globalización reciente, o a dejar de ser protagonistas de la historia presente, imponen su impronta y hasta con sus veleidades y precariedades han contribuido a darle al desarrollo y a la democracia actuales una configuración que impide verlos como simples vueltas al pasado o, peor aún, como engañifas de los grupos dominantes en turno.
Pero no sólo eso. A todo lo largo de la región, en particular en aquellas formaciones nacionales que parecían inmunes al cambio, ha podido plasmarse la otra huella a la que en el pasado quiso dársele un papel único, cuando se imaginó como camino inevitable la revolución armada para la transformación social radical.
Esta marca, impuesta por la entrada en escena de los grupos proletarios o excluidos, no se borró con las mudanzas de la globalización y la modernización neoliberales, que han sido los discursos y proyectos dominantes hasta la fecha. En todo caso, se reconfiguró en las masas urbanas que dominan el universo informal y marginal del presente y cuyo malestar con la desigualdad, que se expresa en la democracia, podría devenir, nos ha advertido el PNUD, un malestar con la democracia.
La nueva ola de excluidos que marca la región, en especial a sus países más grandes y modernizados, se ha instalado en las zonas urbanas y de ahí su indudable potencialidad como clases peligrosas
. De ahí, también, la necesidad de darle al desarrollo otro sentido y calidad y a la democracia otros contenidos sustanciales, respondan o no a las teorías en boga.
Poner a los derechos humanos con su interdependencia e indivisibilidad, así como con su necesario carácter progresivo, en el centro de la deliberación democrática y de la elaboración de políticas y estrategias para el desarrollo, puede ser la mejor vía para construir otro discurso democrático y desarrollista que, a su vez, haga la diferencia que hace falta para adjetivar de nueva y mejor maneras ambos procesos. Quizás sería este sendero el que podría llevarnos pronto a un cruce de caminos promisorio entre la justicia social y la libertad política, una y otra vez pospuestas o sofocadas por falsas salidas prontas y eficaces que sólo nos llevaron a agobiantes tiradas sin fecha de término y formas institucionales adecuadas para corregir el rumbo sin incurrir en sacrificios magnos en ambas cuestiones.
Los signatarios del pacto, bien podrían prestar atención a las convocatorias hechas desde la UNAM y otros espacios académicos por un nuevo curso de desarrollo y un México social. También, a quienes desde las organizaciones de la sociedad civil hace unos días convocaron al diálogo social para hacer del pacto un ejercicio incluyente, a la altura de las urgencias y carencias de México.
Hacerlo, sería una buena manera de iniciar un (re) conocimiento de la globalidad desde una perspectiva latinoamericana y no sólo desde la vecindad distante
a que nos han querido llevar, resignados, los profetas de un globalismo que dio de sí sin un suspiro. Pero con demasiados reparos.