n una comida y ante la decena de amigos ahí reunidos, el anfitrión me preguntó qué opinaba yo, que aunque atenta permanecía callada. Sin pensarlo, sonriente contesté que yo no opinaba, y me mantuve en la postura del silencio a pesar de la pausa expectante que se hizo en la plática, como si quienes la sostenían hubieran supuesto que decir Yo no opino
era sólo una manera de introducir alguna respuesta a la invitación a opinar. Pronto sin embargo se reanudó la conversación, más animada ahora, quizá confiada en que no contaría con una opinión hasta ese momento temida porque era la única que no se daba.
Por mi parte el incidente me reincorporó al camino de la reflexión del que para descansar me desvío en ocasiones como la que originó que declarara que yo no opinaba. Si me encontraba relajada oyendo la crónica que hacían a mi alrededor de una fiesta de disfraces a la que la mayoría de los presentes habían asistido, la invitación a opinar interrumpió mi descanso y al reintegrarme a la reflexión me inquietó.
No niego que en un momento dado habría querido, si no opinar nada, sí preguntar en voz alta si bromeaban y lo que referían no era sino producto de su imaginación, tan increíble me pareció que gente como la que nos rodeaba a mi pareja y a mí, entre politólogos, historiadores, periodistas y fotógrafos profesionales, hubiera realmente asistido a una cena de disfraces –en estos principios del siglo XXI, en un país con una alta población en la miseria, en un mundo en graves crisis económicas y sociales. Y preciso, no se referían a ninguna cena de disfraces convocada con fines críticos o denunciantes del estado de cosas sino, según los oí proclamar, con la expresa finalidad de enaltecer la nostalgia de los años 50 del siglo pasado, o algo todavía más banal.
Pero digo que después de haber sido orillada a declarar que yo no opino, me reincorporé a mi costumbre de reflexionar sobre lo que declaro al ser sorprendida cuando no estoy reflexionando, y lo cierto es que me pregunté por qué no había opinado si tenía una opinión al respecto y si me extendieron la invitación a externarla.
De estos hechos acá, en más de una situación he refrescado las reflexiones que me hice entonces. Por qué no opinar cuando tengo una opinión que ofrecer y cuando, aparte de ocasión para manifestarla, pugna por salir de mí una naciente y creciente necesidad y quizás hasta obligación de expresarla. Confieso que las razones que suelen tenerme maniatada no tienen tanto que ver, como lo parecería, con la indiferencia ni con la timidez, ni tampoco con el temor a ser imprudente o, tal vez, a equivocarme; tienen que ver, debo admitir, con los términos más amplios de la amistad o esprit de corps, y lo digo a riesgo de que tanta nobleza no sea más que el disfraz de una actitud nada loable, como puede ser la de la cobardía.
Y es que en mi medio en estos días se ha dado un caso que ante mí misma ha puesto a prueba como nunca mi capacidad y mi deber de opinar. Me refiero a la acusación de plagio que se ha hecho a dos escritores de lengua hispana, con consecuencias que en calidades importantes atentaron contra México, específicamente contra una de las instituciones y una de las empresas que, con absoluta justificación, le han dado a este país su mejor tradición y prestigio nacional e internacional, como son la Universidad Nacional Autónoma de México y la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Pero por lo que hace a construir mi opinión al respecto, el punto decisivo que tienen en común los dos acusados y el que yo he tomado en consideración es que, aparte de ser colegas míos y más o menos de mi edad, en un sentido amplio Sealtiel Alatriste y Alfredo Bryce-Echenique, mientras no me demuestren lo contrario, son mis amigos.
Y si es cierto que algunos de sus acusadores también son mis amigos, y que no puedo negar que las acusaciones que les hacen a los acusados contengan más que un poco de verdad, porque es peor tachar a un amigo que casi toda ley, con el sabio griego Quilón, quien en un juicio en contra de su amigo tuvo que decidir en favor de éste aunque era culpable, yo decido en favor de Alatriste y de Bryce, quizá porque el sentido amplio que define mi concepto de amistad contempla, si no términos sólo atribuibles a un santo como son la piedad y el perdón, sí la idea sisifística de la segunda oportunidad.