a masacre ocurrida el viernes pasado en una primaria de Newtown, Connecticut, ha cimbrado a la opinión pública estadunidense, que sigue preguntándose las razones que llevaron a un muchacho tímido a asesinar a 20 niños y nueve adultos, incluida su propia madre. Pero, más allá de la interrogante, de las manifestaciones locales y nacionales de luto por esas muertes dolorosas y sin sentido, de las minuciosas pesquisas policiales y de la saturación informativa sobre los perfiles de las víctimas, del homicida y de sus familiares directos, este episodio ha puesto ante la mirada del país vecino la proliferación incontrolada de armas de fuego en sus hogares, fenómeno que ha facilitado la comisión de hechos de barbarie como la referida.
Como se ha venido señalando desde hace más de una década, existe una relación directa entre la permisividad para la comercialización indiscriminada de armas de fuego, que va desde pistolas hasta rifles de asalto, por una parte, y la frecuencia, por otra, de masacres como la de Newtown. Hace más de 10 años, el cineasta Michael Moore documentó puntualmente tal vinculación en la película Bowling for Columbine (Masacre en Columbine), pero hasta ahora la clase política estadunidense se ha negado a establecer un mínimo control de tal armamento, principalmente por temor a perder votos en los amplios sectores conservadores que se aferran a la libertad absoluta de poseer armas de fuego y que están claramente representados por la Asociación Nacional del Rifle, la cual tiene un enorme poder de cabildeo en Washington. A esos sectores debe agregarse la red de intereses de la industria armamentista, que ha sido factor decisivo no sólo para mantener el descontrol interno en la venta de armas, sino también para llevar al país a incursiones militares desastrosas, como las emprendidas por el gobierno de George W. Bush en Afganistán e Irak.
Sin afán de minimizar los trágicos acontecimientos de Newtown, resulta esclarecedor que la sociedad del país vecino, conmocionada por la treintena de asesinatos perpetrados en esa localidad, no sea capaz de reaccionar, en cambio, ante las decenas de miles de homicidios cometidos en México en los seis años recientes con armas vendidas en Estados Unidos. Washington exige a las autoridades mexicanas que controlen e impidan el paso de drogas ilícitas al norte de la frontera común, pero hasta ahora no ha exhibido volutad política para proceder de la misma forma con las armas de fuego, incluso de grueso calibre, que proliferan en el mercado mexicano.
Con todo, resulta esperanzador que algunos sectores del Partido Demócrata del país vecino empiecen a tomar en serio la necesidad de regular la venta de armamento. Por ejemplo, la senadora de California Dianne Feinstein volverá a plantear la prohibición de comerciar fusiles de asalto, aprobada en 1994, expirada 10 años más tarde y declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia en 2008. En sentido semejante se han expresado los alcaldes de Hartford (capital de Connecticut), Pedro Segarra; Michael Bloomberg (Nueva York), y Chicago, Rahm Emanuel.
En suma, con todo y su carga trágica, la masacre de Newtown puede representar una oportunidad para establecer un mínimo control sobre la comercialización y posesión de armas de fuego, al menos de las automáticas y de grueso calibre, en el país vecino.
El gobierno de México, por su parte, debe expresar ante las autoridades de Washington que la publicitada cooperación
en la guerra contra las drogas ilícitas no tiene ningún sentido si los fabricantes y vendedores de armas estadunidenses siguen haciendo pingües negocios en el vasto mercado de la delincuencia organizada.