Opinión
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No menos de ocho
E

l gobierno de Calderón al fin de su sexenio ha sido calificado con 53 por ciento de aprobación, mientras que Fox obtuvo al final de su mandato 70 y Salinas 77. En Chile la calificación que obtuvo Sebastián Piñera en este fin de año fue de 26 por ciento y Ollanta Humala, en Perú, fue calificado con 45 por ciento de aprobación, ambos reprobados. De lo que se puede concluir que Calderón lo hizo mucho mejor que los presidentes de Chile y Perú o que en México hay una tendencia clara a calificar muy alto.

Me inclino por la segunda opción. En México somos muy generosos con las calificaciones, es parte de nuestra cultura. Reprobar significa descalificar, implica decir no de manera rotunda. En el lenguaje coloquial utilizamos el fíjate que siempre no, que es una negación, o una manera de decir no, que implica una disculpa, que argumenta un imponderable: Hice todo lo posible, pero no se pudo. Curiosamente, cuando se formula la negación de esta manera, ya no cabe la discusión.

Y a veces hay que decir no de manera rotunda. En el Chile de Pinochet el plebiscito fue entre el sí y el no. Ganó el no. Al respecto vale la pena leer la novela Los días del arcoíris, de Skármeta, y cómo un publicista pudo dar color, sentido y alegría a una opción negativa.

Según Samuel Ramos, en su obra clásica sobre El perfil del hombre y la cultura en México, señala que hay un sentido crepuscular en el mexicano, que muchas veces prefiere dejar las cosas en claroscuro y no poner los puntos sobre las íes. Esta tendencia se refleja en el medio académico mexicano donde se tiende a calificar muy alto. Es muy fácil sacar un 100 y casi nadie puede calificar con menos de 80.

Lo curioso es que esta tendencia idiosincrásica ha sido alimentada y fomentada de manera explícita por el Conacyt. En el contexto universitario de maestrías y doctorados que pertenecen al padrón de Conacyt, tener un 80 se ha convertido en el límite inferior. Y calificar con menos significa reprobar, esto implica que el estudiante pierde la beca y esta acción recae sobre la conciencia del profesor.

Peor aún, para un profesor reprobar a un estudiante, implica un problema adicional con los coordinadores de la maestría o el doctorado, porque eso afecta la llamada eficiencia terminal del programa. Un reprobado baja el índice de eficiencia. No importa que el alumno sea mal estudiante, que no sepa escribir, que no sepa investigar o que su tesis sea impresentable.

Se supone, curiosamente, que esta medida se ha impuesto como el mejor medio para lograr la excelencia. Es algo así como la escuela primaria, donde está prohibido reprobar y si un profesor lo hace, recae toda la culpa sobre él mismo, porque no supo sacar adelante a su pupilo.

Según los designios de Conacyt, los reprobados cuentan negativamente en la eficiencia terminal, porque se les dio beca y fueron admitidos en un programa de excelencia. En efecto, cuando falla el proceso de selección, las consecuencias son problemas con la eficiencia terminal. Tampoco cuentan los enfermos o los accidentes; es deber de los estudiantes concluir con su tesis en cualquiera de los casos. Obviamente son casi todos, los que no se reciben son los que murieron en el intento.

Pareciera que el objetivo de Conacyt es cambiar de manera rápida el perfil de los profesores universitarios e ingresar en la modernidad, donde todos deben tener como mínimo nivel de doctorado. Y todavía nos queda un largo camino. Según anuncia la Universidad Autónoma Metropolitana, con gran orgullo en espots de radio, ellos tienen un promedio de 52 por ciento de doctores, mientras a escala nacional el promedio es de 38 por ciento.

Si la UAM, una de las instituciones más importantes del país, sólo tiene a la mitad de su planta docente con doctorado, me imagino cómo serán los promedios en otras instituciones universitarias. Nos falta mucho camino por recorrer.

Pero el punto radica en definir una estrategia adecuada para lograr el objetivo final. Ciertamente el país podría cambiar si se pone como requisito indispensable para enseñar en una preparatoria tener licenciatura y para enseñar en la universidad un doctorado. Parece ser que el objetivo es lograrlo a como dé lugar, no importa tanto la calidad como la cantidad.

Hay algunos centros universitarios que tienen tal prestigio y tal cantidad de postulantes que se pueden dar el lujo de seleccionar con métodos muy rigurosos, incluso de reprobar a sus estudiantes sin que les importe la famosa eficiencia terminal. Pero esa no es la tónica general de las universidades del país, donde han empezado a multiplicarse las maestrías y doctorados de todo tipo y nivel.

Otro problema grave derivado de las políticas del Conacyt son los famosos requisitos para entrar en el SNI y cambiar de nivel. El rumor en los pasillos académicos es que la dirección de tesis es un criterio fundamental. Y ha empezado la rebatiña, todo el mundo quiere, más bien debe tener a algún dirigido. A esto se añade el sistema de puntos y evaluación universitaria para acceder a estímulos. Todos tenemos derecho a un mejor salario, pero hay consecuencias negativas para el estudiantado y los profesores con este sistema de competencia.

En algunas universidades no hay normas claras a las cuales atenerse y contrastan con los criterios internacionales establecidos. Por ejemplo, un profesor recién egresado de doctorado puede dirigir una tesis de ese nivel, sin embargo, en Francia, se necesita una habilitación para hacerlo y cuesta mucho trabajo lograrla. Aunque parezca de Ripley, se dan casos donde el director de la tesis de doctorado es un connotado profesor, que resulta ser también el esposo de la estudiante. Curiosamente no se dan los casos al revés. Cómo es posible que nadie diga al profesor que no se puede, que no se estila, que hay un claro conflicto de intereses.

Al respecto, viene al caso un dicho popular que escuché en Bolivia hace ya un buen trecho: Más vale un carajo a tiempo que cien avemarías después.