ás allá de las reiteraciones dogmáticas del secretario de Hacienda, así como de su desconocimiento interesado de la historia económica de México, el presupuesto reclamará más pronto que tarde su papel de arena central donde la sociedad define sus objetivos y prioridades. Nada o poco tiene esto que ver con la vulgata hacendaria sobre unos equilibrios macroeconómicos ficticios, pero no por eso menos dañinos para el quehacer nacional y sus cimientos productivos, físicos y humanos.
Las prioridades nacionales siguen presentes y a los ojos de muchos, aunque la práctica financiera de arranque del nuevo gobierno haya optado por soslayarlas. La información divulgada por el Inegi en días pasados sobre el peso enorme de la informalidad laboral, confirma la importancia crucial y decisiva que el crecimiento tiene sobre las variables fundamentales de la vida moderna mexicana. Estas variables no parecen estar en la mirada de los rectores de la economía y los diputados y senadores parecen preferir hacer mutis y todos a una aprueban las leyes económicas fundamentales, sin al menos tomar nota de que el mundo puede derivar pronto a un nuevo escenario recesivo. De ocurrir ello, habrá que volver sobre la cuestión fundamental del papel del Estado, así como su traducción en pesos, centavos y políticas de emergencia que eviten descalabros escandalosos e injustificados, como el de 2009. Veremos.
Los acuerdos y los gestos de los dirigentes políticos nacionales han llevado a muchos observadores a anunciar el arribo de una nueva era para México. Quizá no sea para tanto pero, a la vez, es indudable que el país reclama nuevas formas de hacer y entender la política y la mera insinuación de que ello es posible ha despertado expectativas sofocadas por años de estancamiento económico y malestar social, despeñados en una violencia criminal y estatal simplemente inaudita.
Romper el círculo de hierro de la inseguridad en todos los planos de la vida colectiva y personal se convirtió en tarea prioritaria y nacional; sin embargo, hay que reiterar que nada de esto podrá siquiera iniciarse si no se asume el cuadro de desigualdad y empobrecimiento masivo que ha acompañado el despeñadero económico y el agravamiento de la vida comunitaria.
Nada como la educación para ilustrar tal circunstancia. Un país como el nuestro, reclama acciones inmediatas para recuperar el proceso educativo como un proyecto de todos y para todos; sin embargo, para convertir a la educación en un bien público digno de tal nombre se requiere de algo más, de mucho más, que de la reafirmación de la rectoría del Estado en materia educativa.
Los hombres y las mujeres a cargo de una tarea como la enunciada, ahora convertida en nuevo mandato constitucional, tienen que dar fe y muestras claras de que entienden la urgencia de dar al conjunto educativo nacional un nuevo carácter y una nueva dirección. Que están dispuestos a hacerse cargo de una misión que no pasa por los raseros usuales de la evaluación política o burocrática, porque se trata de una labor histórica y de Estado. Sólo así podrá México proponerse objetivos y metas trascendentes y creíbles para inscribirse en el nuevo y duro, agresivo y hostil, escenario global que se asoma a través de la crisis actual.
Sin educación no hay desarrollo; y sin una cultura nacional y popular extendida y ambiciosamente pública no puede haber una pluralidad política constructiva que nos acerque a una democracia creativa por justiciera e igualitaria.
La educación es cultura o no es nada. La reforma educativa, así, tiene que entenderse como misión cultural y civilizatoria, como la entendió Vasconcelos, pero también Lázaro Cárdenas. Es tarea cotidiana, pero a la vez visión de reconstrucción nacional y estatal, de recreación de lazos comunitarios perdidos en años de abandono de la responsabilidad del Estado con sus compromisos primigenios de equidad, justicia social y tutela de los más débiles.
No es necesario exagerar el punto: con la educación, el país se juega su futuro en la globalidad transformada por la crisis, pero también su presente como sociedad democrática que busca desenvolverse como comunidad moderna, progresista e innovadora.
A través de la polvareda ominosa que nos han dejado lustros de mediocridad económica y el retorno de los ritos y las ceremonias de la vieja sociedad cortesana y plutocrática, el país puede vislumbrar un porvenir distinto si ve en la reforma de la educación un proyecto que va más allá de la disputa burocrática o el abuso de poder corporativo. Si la ve y la concreta como gesta eminentemente cultural y, por ello, profundamente transformadora de valores y relaciones sociales y políticas, para hacer de la democracia no sólo un método para dirimir conflictos y dar legitimidad al mando y al poder, sino una forma de vida portadora de promesas realizables de desarrollo con igualdad y creatividad. Veremos, con el año, si eso es, todavía, parte de las utopías realizables por los mexicanos.