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Veracruz Consumismo y migración:
Lourdes Rudiño A diferencia de lo observado en décadas pasadas, cuando el eje reproductivo de las familias indígenas de la Huasteca era la milpa, hoy el campo sigue siendo importante, pero no lo es todo, pues no podrían sobrevivir sólo con lo que éste produce; las familias ahora son pluriactivas: no sólo cultivan maíz, frijol, calabaza, chile, etcétera, también se dedican a la ganadería en pequeño, al comercio y a los servicios. Y por supuesto dependen de la migración laboral: una fuente importantísima de sus ingresos proviene de las remesas de los migrantes, y ello ha modificado drásticamente la dinámica social y económica de la región. Tales planteamientos están contenidos en la tesis En busca de la vida. Grupos domésticos y reproducción social en Tzicatlán, Veracruz que en agosto de este año publicó Liliana Arellanos Mares, para obtener su maestría en antropología, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En entrevista, esta investigadora especializada en la Huasteca y quien trabaja para el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), sede Distrito Federal, considera que lo observado en Tzicatlán es representativo de la Huasteca indígena en su conjunto. Destaca el hecho de que los padres y los abuelos se han dedicado al cultivo de la milpa y han trabajado la ganadería en pequeño, “pero los hijos ya no le apuestan a eso, porque no da para comer”, y no da para afrontar las necesidades de consumo actuales. Y es que, no obstante que Tzicatlán es una comunidad apartada del norte de Veracruz, el consumismo está a la orden del día, propiciado por el aumento en el dinero circulante y por la migración. En Tzicatlán, explica, la migración local y regional registrada en los 70’s y 80’s, se transformó a nacional, con la gente yendo a trabajar a las maquiladoras de Tamaulipas, y luego, desde fines de los 90s –matizado últimamente por las políticas restrictivas de Estados Unidos– se desató un fenómeno “apabullante” de migración internacional, que involucra a jóvenes varones desde los 17 o 19 años de edad, y que ha provocado “una masificación del consumo impresionante, en todos los sentidos y para todas las edades… Uno no pensaría encontrar la venta de licuadoras en Tzicatlán. Pues existe un local que las ofrece en abonos; venden también camas, refrigeradores, estufas, planchas, productos que antes no entraban en la canasta básica de las comunidades campesinas. Ahora chicas indígenas venden zapatos y ropa por catálogo”. Y las mujeres también exploran la instalación de tienditas de abarrotes, de molinos y de otros comercios. Además, se comercia y se consume gran cantidad de comida chatarra, como los refrescos, lo cual deriva en que la familia rural coma más, pero no que se alimente mejor; hay problemas serios de obesidad y diabetes en las personas maduras y prevalece la desnutrición infantil. Y otro efecto del dinero de la migración es que se ha generado una gran infraestructura de casas habitación. La prioridad de las familias al contar con las remesas es construir o mejorar sus viviendas –es algo fundamental en la región, implica seguridad, pues se protegen de las tempestades o nortes, evitan que la lluvia rompa en las láminas y que el pasto de los potreros se meta al hogar–. “Los camiones con grava, con cemento y varilla llegan a las comunidades apartadísimas de muy difícil acceso”. Liliana Arellanos considera que la dinámica de Tzicatlán está estrechamente ligada a las políticas públicas agrícolas, pues –desde los cambios al artículo 27 constitucional en 1992 y el desmantelamiento de la institucionalidad agrícola– éstas se han enfocado a apoyar sólo a la agricultura comercial, exportadora, y al campo de la Huasteca se le ve como marginal, sin remedio, atrasado. Ahora su mano de obra trabaja para las empresas agroexportadoras del norte de la República. Otro efecto de las políticas públicas está en el desestímulo que sufrió la producción de café en este lugar de la Huasteca Veracruzana por la caída de sus precios y eliminación de apoyos públicos a fines de los 80s y durante los 90s. El entonces llamado Instituto Nacional Indigenista impulsó la cría de ganado bovino, lo cual propició la deforestación de selva y afectación del recurso agua; en principio el pueblo trabajó el ganado en forma comunitaria pero luego, por una serie de problemas, se decidió individualizar las parcelas; se diluyó el tejido social. De cualquier forma, comenta la entrevistada, los pobladores de Tzicatlán han asumido la actividad ganadera como una de las más importantes para la reproducción del grupo, aunque en condiciones mínimas de productividad, pues las vacas no están en planicie y no hay inversión para mejorar al ganado. “Si los jóvenes están migrando es porque no encontraron en la comunidad las condiciones propicias para desarrollarse productivamente. Su movilidad laboral es vertiginosa, avasallante. Esto también habla de una sociedad más conectada con el exterior (…) A partir de las experiencias de los que han migrado –a un país extraño donde se viven situaciones muy distintas a las de la comunidad, donde se tiene acceso a nuevos lugares, a mujeres, a mayor libertad–, se crea en el imaginario de los jóvenes la expectativa de salir, de vestirse a la moda, de ganar dinero, de experimentar, y se van”, aunque haya opciones de educación en el lugar, y aunque sus padres les pidan que no se vayan, e independientemente de las necesidades de obtener ingresos para apoyar a la familia. Liliana Arellanos considera que es la migración internacional el factor que ha permitido mejorar las condiciones de bienestar la población –con vivienda, la compra de las familias de terrenos para sembrar o tener ganado, de un auto o la instalación de un pequeño negocio–, pero también las familias sufren por la ausencia de los maridos; rupturas matrimoniales muy fuertes; soledades amargas de las mujeres, que tienen que educar a los hijos con sólo los recursos que les da su experiencia; mujeres que han dejado de recibir remesas de sus esposos desde hace años y deben depender de otros miembros de la familia extensa. También se está dando un fenómeno marcado de desigualdad en la sociedad –la cual antes se veía muy pareja, todos pobres– debido a que una parte de las familias están comprando tierras, y otros se están quedando sin ellas. “Hay familias compuestas por abuelitos, de 60 y tantos o 70 y tantos años de edad o más que viven básicamente al día y han tenido que vender sus tierras para comer”. Así los pobres de Tzicatlán se están volviendo más vulnerables. Cabe decir que las mujeres de Tzicatán también emigran pero en el ámbito nacional: se emplean en el servicio doméstico en Monterrey o en servicios en ciudades fronterizas. Muy pocas trabajan en fábricas porque les exigen la secundaria y no la tienen. Acceden a los trabajos peor remunerados.V El hilo del tiempo Arturo Gómez Martínez Subdirección de Etnografía, Museo Nacional de Antropología, INAH
El arte textil en la Huasteca Veracruzana es una actividad que han desarrollado los artesanos con el devenir del tiempo. Su evolución incluye las necesidades básicas del hombre para abrigarse y protegerse de las consecuencias climáticas; con la aparición de la agricultura surgen las materias primas vegetales, entre ellas el algodón, la ceiba, el maguey, el izote y otras filamentos que al ser unidos en torzal continuo se lograron los tejidos de mantas. La tecnología y el manejo especializado requirieron muchos años de continuas prácticas, hasta llegar al descubrimiento de las técnicas de manufactura y a las variedades de telas, con múltiples texturas, colores, decoraciones y tamaños. El trabajo textil tuvo mucha importancia en las antiguas culturas de Mesoamérica, se vinculó con la identidad, la estratificación social y con el pensamiento religioso. El arte de hilar, tejer y bordar era (y sigue siendo) una labor propia de todas las mujeres, sin importar rangos sociales; los mitos etiológicos señalan que así lo predestinaron los dioses; según un relato mexica, indicaron a la primera mujer Cipactonal, que hilase y tejiese el algodón para su vestido y que así lo hicieran todas las mujeres de su descendencia. Además había diosas propias de esta labor como Tlazolteotl y Xochiquetzal para los mexicas; estas divinidades se distinguen por llevar objetos como husos con ovillos de algodón y lanzaderas (tzotzopaztles) para apretar el tejido. Como herencia mesoamericana y aportación colonial, los indígenas de Ilamatlán, en Veracruz, tienen una riqueza en la producción artesanal de textiles; las mujeres se dedican al arte del bordado con puntadas de cruz, así como también del bordado de blusas con cuentas de chaquiras que se pegan de manera lineal con la técnica de medio punto en diagonal. En menor escala y casi extinta está la producción de mantas hiladas a mano y tejidas en telares de cintura, cuyo destino es para las ceremonias rituales. En Ixhuatlán de Madero se han especializado en el bordado de hilván o tlaxopilolli, con esta técnica bordan sus blusas, aplicando además una porción de la misma técnica con la variante de fruncido en el canesú. Las nahuas del municipio de Zontecomatlán manufacturan blusas bombachas, recogidas en el cuello y mangas. A éstas les aplican, en toda la pieza, bordados realzados formando figuras de aves, árboles de la vida y flores geométricas; también hacen unas cintas tejidas en telar de cintura para anudar el pelo, llamadas cuayolli, cuyo extremo inferior es decorado con bolitas de colores. Las nahuas de Santa María Ixcatepec utilizan el punto de cruz y pespunteado para enredos, blusas, camisas de varón y manteles, aplicando diseños geométricos de grecas, caracoles, flores y árboles de la vida; también tejen rebozos y jorongos con algodón blanco hilado a mano. Las indígenas nahuas de San Pedro Coyutla, municipio de Chalma, hacen quechquémitl con algodón, decoran los lienzos con brocado realzado y con bordado de punto lomillo, destacando figuras geométricas de aves, flores, estrellas y grecas, hechas con estambre de lana o algodón de color rojo, negro y solferino. También tejen servilletas de algodón adornados con la técnica de confite, logrado de la manipulación de pequeñas porciones de trama que sobresalen de la urdimbre. Con el comercio y las industrias, la gama de materiales para confeccionar y ornamentar los textiles han crecido; agujas, ganchos, bastidores, telas, abalorios y madejas policromadas de hilo vela se han sumado al complejo bagaje tecnológico del arte textil. Las tejedoras y bordadoras de la Huasteca veracruzana son herederas de una larga tradición textil en donde se concibe la historia local, los mitos y la religiosidad; cada pieza textil forma parte de su indumentaria cotidiana y ritual, mientras que los diseños, formas y colores tienen un amplio significado dentro de sus culturas. Las tejedoras y bordadoras imprimen, transformando con su maestría y paciencia a los lienzos, para convertirlos en códigos de identidad comunitaria y en excelentes piezas de gran valor estético. Agricultura, ganadería, artesanía;
Lourdes Rudiño En la Huasteca, la tenencia de la tierra es un eje fundamental; las confrontaciones por ella han forjado gran parte de la historia de esta región, y hoy día el panorama de la tierra y de su producción son reflejo de la vida de sus pobladores. En entrevista, Jesús Ruvalcaba Mercado, investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), sede Distrito Federal, ofrece una visión de este panorama. Por un lado, explica, en la Huasteca está la actividad ganadera importante en manos de población mestiza –en ranchos con extensiones considerables, de 600 a mil hectáreas en promedio, aunque minúsculas respecto de Brasil o Nueva Zelanda–. Ésta ocurre en tierras que originalmente eran de comunidades indígenas, las cuales fueron despojadas por los mestizos en el siglo XVI y que en los años 70s y 80s fueron objeto de conflicto: se dieron “invasiones” o “recuperaciones”, dependiendo de la perspectiva de propietarios o indígenas. Y por otro lado está la actividad agrícola y artesana de las comunidades indígenas de la Huasteca, donde el maíz, el café y la caña de azúcar son cultivos que prevalecen a pesar de sus bajos rendimientos. Estos productos enfrentan conflictos técnicos en parte, pero más que nada problemas sociales, que tienen que ver con el sistema económico en su conjunto. “Por ejemplo, el café, ya en grano, tostado, listo para molerse y consumirse, se paga en la Huasteca a 25 o 30 pesos el kilo, mientras que al DF nos llega 80 o 90 pesos como mínimo. Y eso se repite en muchos otros productos. Hice unos cálculos hace tiempo, de diferentes cosas, agrícolas y artesanías, en donde de cinco partes del valor, una va al productor, dos o dos y media se quedan con los intermediarios, y dos o uno y medio se queda con el comerciante que nos lo vende a nosotros”. Además se da un fenómeno que asegura la transferencia de valor de las comunidades indígenas hacia los sectores mestizos y, por medio de éstos, a otros sectores de la nación: cuando escasea el maíz, le bajan el precio a las artesanías –que son fundamentalmente valores de uso, sombreros, morrales, porrones, etcétera–, y cuando hay suficiente maíz, con un precio castigado, las artesanías conservan sus precios. Esto se enmarca en condiciones donde la población indígena, que es muy trabajadora y dinámica, desarrolla estrategias “para sobrevivir, que no para encontrar mejores condiciones de vida”. De acuerdo con el especialista, de la Huasteca se ha tenido siempre, por lo menos desde la Colonia, dos visiones extremas y opuestas. Por un lado está la que dice que es una región muy propicia y pródiga con sus habitantes, “incluso ahora, muchos mestizos dicen que los indios son flojos, pues lo que plantes, florece”. Y por otro lado está la consideración de que es una región muy hostil con sus propios habitantes. Una visión habla de que es una zona de potencial agrícola y ganadero, y la otra dice que la región es muy frágil, porque su capa arable se lixivia con facilidad debido al clima tropical y semitropical. Jesús Ruvalcaba comenta que en este clima los grupos indígenas de la Huasteca han logrado un sistema –que involucra el proceso de roza-tumba y quema– sobre todo para la producción de alimentos básicos, que protege la capa arable y en términos generales se obtienen cultivos orgánicos –aunque no estén certificados–. “Esa producción, de frijol, maíz, chile, plátano, camote… es sólo para la familia y abastecen un poco las necesidades de la región. No se hace un mayor esfuerzo productivo para llegar a otros mercados, porque los precios que obtienen son muy bajos”. En el caso del maíz son precios igual a los del grano amarillo que viene de Estados Unidos, de calidad forrajera. “Lo que hacen los campesinos es restringir la producción de básicos y dedicar espacios de sus parcelas a cultivos cuyos productos están menos castigados en el mercado, como el ajonjolí; algunos café, donde hay las condiciones; algunos caña de azúcar para producir piloncillo”. En cuanto al ganado, algunos indígenas tienen muy pequeños hatos; el ganado significativo es colectivo de las comunidades, y se le concibe como un mecanismo que permite enfrentar emergencias y gastos para fiestas y otros como títulos agrarios; el uso de este ganado se acuerda en asamblea. El entrevistado comenta que la producción de básicos es limitada, pero de ninguna forma se abandona ni se abandonará porque de ella depende la subsistencia de la comunidad en su conjunto. Eso, a pesar de los cambios en la dinámica social y productiva que se observan en la Huasteca debido a la migración y remesa. “No hay familia que no tenga alguien que ha migrado al DF, a Estados Unidos, a las fronteras o a las ciudades de la propia Huasteca”. ¿Qué futuro se avecina para la actividad agrícola en la Huasteca? Responde Ruvalcaba: en el caso de los mestizos, va a seguir predominando la ganadería y en las zonas agrícolas de riego mantendrán sus cultivos comerciales, como en Pujalcoy, donde hay propiedad privada; seguro continuarán con la caña de azúcar para alimentar los ingenios del lugar, y persistirán otros cultivos como el sorgo en el sur de Tamaulipas. En la zona indígena, todo depende de cada comunidad, si tienen tierras o no. Aun en el caso en donde los jóvenes se interesan menos por las actividades agrícolas, si la comunidad cuenta con tierras va a seguir dedicando un espacio a los básicos. Lo que representa el maíz, y de manera un tanto secundaria el frijol y demás cultivos asociados, sigue siendo fundamental para los indígenas en esta región. No van a dejar de cultivar esto, puede ser que restrinjan la cantidad porque para ellos vender ese maíz en el mercado es obviamente perder dinero. Ante el planteamiento que hacen instituciones y gobiernos, de que la pequeña agricultura es la fórmula para enfrentar la crisis alimentaria y el cambio climático global, comenta el especialista: “la pequeña agricultura ha sido siempre el refugio de los campesinos, desde la época prehispánica. Pero si no hay una política que propicie eso (el impulso productivo), si no se determinan precios diferenciados para las diferentes calidades de maíz, no habrá estímulo para producir más para el mercado”.
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