15 de diciembre de 2012     Número 63

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Maseualyolistli

Mauricio González González y Sofía I. Medellín Urquiaga ENAH/Cedicar


FOTO: Anuschka van īt Hooft

Antes de que el sol claree, don Félix ya se dirige a su milpa, una que heredó de su padre, agrarista que bajo el mando de Tata Osorio recuperó las tierras de Huexotitla, al norte de Veracruz, en “esa, la Revolución”. Viste calzón de manta, la gallardía del blanco casi hace olvidar que va a trabajar. En el morral de zapupe, junto al machete, carga tortilla con chile que Nana Magdalena preparó al ofrecerle café al despertar. Ella había dejado el nixtamal cociendo antes de descansar, lo que permitió preparar la masa en el metate y tener el fogón dispuesto para el kafetl. Tuvieron siete hijos, sólo dos están en la comunidad, el resto trabaja en la Ciudad de México. Casi nunca les ven y, cuando han acompañado a alguno a contraer matrimonio, la urbe los expulsa rápida e invariablemente: “somos de campo, no sabemos andar”, dirá el padre preocupado por sus “matas de maíz”. El maíz junto a las semillas de frijol, chile, calabaza y todo lo que la tierra da, son más que gramíneas, pues entre los nahuas de la Huasteca la vida, maseualyolistli, se expande sobre todo aquello que tiene “sombra” (tonalij) y corazón (yolotl). Esto explica por qué en toda la región hay “enfermedades de doctor” y otras que sólo los curanderos (tlamtikemej) pueden tratar.

Esta es la razón de por qué la sociedad nahua o maseualmej (literalmente “campesinos”, como se autonombran) es una que considera a niños, mujeres y hombres, pero también a los cerros (tepemej), los árboles (kauimej) e infinidad de “Dueños” o “Patrones” (Toteekauaj) del agua, el monte, la tierra, el fuego, las semillas y los muertos, entre otros. Hablar de la vida en este pueblo es convocar un mundo en el que altas jerarquías suprahumanas intervienen en todo momento sobre el curso de los hechos. Las regulaciones y normas deben considerar no sólo la convivencia entre pares, sino y sobre todo, la gratitud y negociación con lo más autónomo del universo, los “Señores”, dentro de los que se incluye a Santos católicos. Y si bien los jóvenes cada vez son más reticentes a participar de “los costumbres” (xochitlallia), rituales vernáculos, el destino está signado por el “don” de los “Patrones”, por lo que el trabajo, pero también la enfermedad y la muerte, tienen el sello de los que viven en el Cerro. Flores, xochitsones, danza y ofrendas serán los distintivos que hacen saber de la construcción de un nosotros cosmológico.

La historia de la región está sujeta a grandes disputas que van desde la época precolombina, con migraciones de toltecas y mexicas, hasta la conquista y dominación española, cuya prolongación fue el cacicazgo posrevolucionario, subvertido a finales de los años 70’s y 80’s del siglo XX por una recuperación campesina de tierras sin precedente, encabezada por organizaciones y comunidades de cepa maseual. Los asentamientos nahuas en las Huastecas se localizan entre la cuenca del río Tuxpan y la porción sur de la cuenca del Pánuco en el norte de Veracruz, este de Hidalgo y sur de San Luis Potosí. Pero la diferencia llama a la diferencia: entre los maseualmej huastecos pueden identificarse a los más septentrionales de los meridionales, pues los primeros comparten innumerables elementos con los teenek y los del sur casi se confunden con otomíes, tepehuas y algunos totonacos si se considera el sistema productivo-organizativo, la ritualidad o la mitología. Esta distinción incluso se puede localizar en la lengua, expresándose en al menos dos dialectos del náhuatl.

Y si la agricultura milpera es su principal actividad productiva y económica, como todos los de abajo, la combinan con ganadería a pequeña escala y el cultivo de caña de azúcar o la producción de café. El bordado y la alfarería son actividades tradicionales que si bien no han desaparecido, han perdido auge. El peonaje, junto a la emigración, toman cada vez más fuerza entre jóvenes, teniendo a ciudades como México, Tampico, Monterrey y Saltillo de principales destinos, donde se emplean principalmente en el servicio doméstico, el comercio informal y la construcción. Las minas de Pachuca, las agroindustrias en San Luis Potosí y ciudades de Estados Unidos tienen también un lugar nada extraño, pues la pobreza acecha, teniendo en la región a municipios catalogados de más alta marginalidad nacional, como Ilamatlán, Texcatepec y Zontecomatlán en el norte de Veracruz.

Para inicios del milenio las estadísticas oficiales mostraban que la población hablante de náhuatl en la Huasteca representaba el 72 por ciento de la población indígena regional (el 19 por ciento lo tenían los teenek, 6 por ciento otomí y 3 por ciento los pames, tepehuas y totonacos). La población nahua ascendía a 675 mil hablantes, siendo la concentración más grande de este grupo etnolingüístico en todo el país, representando el 27.6 por ciento del total de hablantes de maseualsanilli en México. Tojuantij tiyolpaki titekiti iniuya maseualmej ipan Huaxtekapan tlalli.


FOTO: Fotojarocha

Los que se van

Alfredo Zepeda González

Cirilo Teodoro Petronilo se acomodó en el sillón del recibidor de la Radio Huayacocotla, punto de reunión por donde pasan los otomíes a tomar un café y a esperar a alguien con quien hablar. “Vengo triste y todavía asustado. Yo había ido y regresado tres veces al norte y no conocía la migra. Pero ahora toda la pasada cambió. Conforme el autobús entró en Sonora, se subieron los judiciales, nos amenazaron y nos cobraron 500 pesos. Dicen ellos: para que se los quiten los del ejército, mejor de una vez nosotros. Pero no nos escapamos de los soldados. Ellos también pararon el carro, nos empujaron afuera, nos obligaban a decir que traíamos droga. Y nos sacaron otros 500, parejo. Lo peor empieza en el pueblo de Altar. De allí hasta la frontera mandan los de la mafia. Les pagas otros mil 500 pesos, te subes a su camioneta, todos ellos con sus rifles grandes, de esos de Rambo. Ellos son los que te llevan ahora a la frontera. Pasan los retenes de soldados, y nomás los saludan. Y en Sásabe, en el mero desierto, empiezan los seis días de caminar de noche y esconderse de día. Cruzan a cada rato los aviones, de los que vuelan solos, y los helicópteros mosquitos y los carros de guerra. Y la gente, a las zanjas y a taparse con los huizaches. Y a sacarle la vuelta a las torres con cámaras de video. Todavía encontramos a la mafia con un grupo cargando drogas en la mochila. Les dicen burreros. Nos amenazaron con matarnos. Que no nos querían allí porque jalábamos a la migra. Ya decía el pollero que faltaba poco para Tucson y que caen los helicópteros mosquito, en la madrugada. Primero callan su motor y luego lo sueltan. La gente se espanta con el ruidazo y todos salen como ratones de sus agujeros. Hasta allí llegamos. Luego cuatro días de cárcel y después nos aventaron hasta Tijuana para desanimarnos de regresar. Ya, pues, me vine. Y ahora espero el carro para llegar a mi comunidad de La Florída de noche. Que no me vean llegar y que no pude pasar”.

Con estas historias regresan ahora casi todos. Irse al norte es cada vez más jugarse la vida. Y unos dos de cada diez logran colarse hasta Nueva York.

En las orillas entre la sierra y la Huasteca, el éxodo al norte comenzó explosivo en 1994, el año del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Antes nadie se iba para allá. Los otomíes le llaman el Nan Guadí. Es como el más allá, a donde nadie había llegado. Después de que los primeros ensayaron el trámite de la pasada, la información se socializó con rapidez, como se reparte el pensamiento en un dos por tres en las comunidades indígenas.

Y el destino primero fue Nueva York. Así es la ley de la emigración: los que abren camino van todos al mismo lugar: éste fue el barrio de Astoria en Queens. Luego poco a poco se repartieron por el Bronx y Flushing Meadows y hasta Bridgeton en New Jersey, y New Rochelle y New Haven, donde coincidieron con los tlaxcaltecas vecinos de la Malinche. En seis años ya había en el oriente de Estados Unidos mil mojados, por ejemplo, de los nueve mil habitantes del municipio otomí de Texcatepec y decenas de miles de la sierra y las Huastecas.

En esos años el cruce por la frontera era menos laborioso. Un telefonazo a Phoenix, la capital de los coyotes. Responde Joaquín Orozco y se hace la cita en el hotel Paraíso de San Luis Río Colorado. “No se vengan de a muchos –recomendaba Joaquín–, porque no puedo atenderlos bien. Me gusta tenerles su ropa limpia después del trajín por el desierto y que no estén amontonados en la casa de seguridad”. Casi todos podían pasar entonces y regresar cada dos años a las comunidades para volver a salir otro tiempo. Porque solamente se van los hombres, no las familias. Las mujeres van solamente como la excepción que confirma la regla.

En los restaurantes y en los carwash de Nueva York, en el corte de tomate de New Jersey y de naranja en Florida y en las fábricas de pollos de Carolina del Norte la mano de obra se ha indianizado. Y los pueblos de la huasteca han puesto su parte. Los tepehuas de Tlachichilco conviven con los popolocas del sur de Puebla en la empacadora de guajolotes The House of Raeford, de Carolina; los nahuatl de Chicontepec cosechan tomate cherry en Bridgeton con los zapotecos de los valles centrales; los otomíes de Ayotuxtla cuidan los campos de golf en Mahopac, al norte de Nueva York, con los quichés de Quetzaltenango; los huastecos de San Luis Potosí reparten “delivres” del restaurante Route 66, junto al Columbus Circle en Manhattan con los Quichwas de Ecuador y los Tlapanecos de Guerrero.

Si pudieran los jóvenes, la mayor parte irían, pensando en regresar. El abandono y la agresión de los gobiernos hacia la gente que resiste activamente desde el modo campesino de vivir son permanentes. Así es desde aquella fecha simbólica en la que Salinas desbarató el Artículo 27 de la Constitución, para exterminar las relaciones comunitarias y privatizar la tierra comunal.

Con todo, los campesinos e indígenas de las Huastecas y de la Sierra han respondido defendiendo los sistemas normativos comunitarios y los sistemas de cargo propios. Al mismo tiempo han aprendido a abrirse el paso a codazos por los escalones de ciudades y países y con las reglas de juego que les ponen por delante. Cerrados los caminos de Nogales a Tucson los nahuatl de Álamo-Temapache se juntan con los otomíes de Ayotuxtla en el corte de las tunas de los campos de Santiaguito Tolman junto a Teotihuacan, y apartan tiempo para sembrar y escardar la milpa y haya maíz en Todosantos. Nuevas generaciones de jóvenes hombres y mujeres abren la ruta de Monterrey y Tampico.

Así ensayan, por infinidad de modos, cómo vivir la lejanía geográfica y la cercanía social, al mismo tiempo en Nueva York y en la Huasteca.

Veracruz

Kenankán yu masapijní:
La manera de vivir de los tepehuas

Inoscencio Flores Mina Comunidad masapijni de Tierra Colorada


FOTO: Fernando Rosales V.

Sentado a un lado del brasero, esperando que salieran las tortillas del comal, me contaba mi abuelita, cuando niño, que gracias a la tierra este año tendríamos qué comer. Y mientras masticaba la tortilla con un poco de sal, la miraba despacio sin poder entender aún lo que me decía.

Somos masapijni (tepehuas),me insistía mi abuelita, “nosotros agradecemos a la tierra que es nuestra madre que nos provee de maíz, de frijol, de calabaza, de pipián, de chile, de camotes y de muchas verduras... todo aquello que en diversos momentos sembramos y cosechamos en nuestro terrenito. Pero no sólo es cosecha, también a la madre tierra se le da gracias, le ofrendamos con música, le ponemos sus velas, le damos comida, le platicamos y le decimos malakpuchunc kinakt'un (gracias, madre tierra). Con todo eso, le danzamos y damos gracias por la siembra y por lo que nos devuelve. El agua es la sangre que baña nuestra tierra; le agradecemos con comida, sahumamos con copal, le damos tabaco, le hablamos en masapijni y danzamos. Esto hace que nuestros años reverdezcan y nazcan nuevas hojas para nuestros hijos, el sol que da luz y cobijo a nuestra siembra, a nuestra tierra y el aire se le habla y se le pide, que no se enoje con nosotros para que las milpas, las plantas crezcan y den fruto. Todo ello, hijo, es nuestra creencia, ba kinputusqk'an (nuestra forma de vida), lo que nos hace ser masapijni.

Con estas palabras, que años antes me decía mi abuela, entiendo que como pueblo masapijni tenemos lo que denominan cultura. Nosotros como pueblo no tenemos definido un concepto preciso de lo que es cultura sino son formas de vida, de ver y de repensar nuestro mundo y así nos revitalizamos. Los masapijni (tepehuas), tenemos una mirada distinta del concepto de cultura. Nuestra forma de vida, yu kinputsuqkan, es cultura, cuando compartimos lo que tenemos y hacemos, Así vamos construyendo nuestra cultura, nuestra identidad.

Cuando entablamos el diálogo con nuestros hermanos ñühü (otomíes), teenek (huastecos), tutunakos y nahuatl de la región Huasteca veracruzana, no sólo son palabras castellanizadas, sino compartimos nuestros saberes, nuestras comidas, nuestros tejidos, nuestros productos. En este intercambio se llevan parte de lo que somos y nos traemos parte de ellos.

Nuestra convivencia nos hace entablar una identidad regional, compartimos una cosmovisión, somos y nos identificamos como pueblo ante el otro y nos reconocemos, y el otro nos denomina desde su referente a nosotros. Nos unimos por la costumbre, somos música, humo de copal y hablamos y platicamos con la naturaleza, somos uno que sale de nuestra madre tierra y es aquí donde lo regional y lo idéntico se comparte. Éste es el conocimiento y la sabiduría de nuestros antepasados, que han venido caminando. Son nuestros abuelos y abuelas quienes nos enseñan a no olvidar esta naturaleza, porque es parte de nosotros; sin ello, no estaríamos aquí, no seriamos nada.

Nuestra lengua, ha sido fundamental para que estos pensamientos sigan vivos y estén vigentes, porque con nuestra lengua nombramos el mundo, conocemos por su nombre las cosas. Con la lengua tepehua vamos transmitiendo el saber, el conocimiento, la sabiduría...

Decimos nosotros, que la lengua masapijni, ñühü, náhuatl, tutunako y teenek hace que nos organicemos; nos permite acercarnos y hacer acuerdos, llevar a cabo las costumbres y las faenas que son los trabajos comunes en la comunidad. La palabra para nosotros los pueblos vale, y no se escribe en un papel para que se respete, para ello existe la memoria, el honor de hablar y la conciencia.

Nuestra forma de aprender de los trabajos se rige bajo la práctica, con el apoyo de nuestros padres y la comunidad que nos cobija. Por eso nuestros abuelos nos siguen compartiendo lo que les fue trasmitido. Nos curamos con saberes, nos sanamos con nuestra tierra, nos vestimos con nuestra lengua y caminamos con nuestros hermanos y hermanas.

Las formas de vida que se imponen vienen de los occidentales. Entra la religión suya, y en estos tiempos la tecnología, los medios de comunicación. Sin embargo, nosotros los pueblos nos resistimos a identificarnos como tales, nosotros nos identificamos desde lo que hacemos, lo que decimos y pensamos.

La globalización que es la acumulación de grandes capitales de dinero que acorralan a la sociedad actual, y la modernización forzada por las tecnologías (computadoras, carros, tractores y máquinas de diversos usos, por mencionar algunas), y los medios de comunicación (internet, teléfono, televisión y otros masivos) repercuten en el proceso educativo y provocan la emigración, la discriminación y el menosprecio contra nuestros pueblos. Todos estos factores han hecho que a la nueva generación no le interese yu ixputsuk ni kinputaulankán (la forma de vida de nuestras comunidades).

A pesar de la situación, hay mucho qué revalorar. Afortunadamente también en estos tiempos nuestros pueblos buscan la manera de revitalizar esta forma de vida, lo que otros llaman cultura. Renace por ejemplo la música tradicional con las bandas de viento, y los tríos regionales y los mitos de nuestro pueblo siguen envolviendo nuestra plática en las tardes junto al río Chiquito, como la nube del copal.

Nuestros ancianos dicen: no hay que olvidar nuestras creencias, costumbres, rituales, nuestra forma de curarnos, nuestra forma de trabajar. Doña Francisca Ángeles, de la comunidad masapijni de Tierra Colorada, Tlachichilco, Veracruz, dice “no hay que perder nuestra costumbre, porque eso nos heredaron nuestros antepasados”.

Nosotros somos maíz que se cosecha, maíz pinto, rojo, blanco, morado, amarillo, maíz de todo los colores; somos la voz y la memoria de nuestros antepasados. Somos quienes vivimos y estamos guardados en los cerros. Somos pueblo que hemos sido mestizados, pero nos revitalizamos y nos revaloramos con nuestra costumbre, nuestro ritual que expresa yu kimputsuqkan, forma de vida y sentimientos, nuestra lengua que dice por sí misma nuestro actuar.

Masapijnin, lubanan, tso'onun, turunakosi ne ale teneek yu mukay maqali'i ani ixakpu'u lakinputaulank'an veracruz (Tepehuas, nahuatl, ñühü, totonacos y teenek somos los pueblos que enriquecen la Huasteca Veracruzana). El estar en una región y compartir nuestro pensamiento, nuestras creencias, la sabiduría, los conocimientos, la forma de mirar el mundo, nos hace uno solo; compartimos el trabajo; la lucha y la unión nos hacen fuertes como pueblos.

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