a 26 Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara es una prueba del camino ascendente de la cultura mexicana. Quizá es la máxima, porque todo mundo asiste con alegría. Qué ilusión, ya el día 24 de noviembre comienza la feria del libro!
Las editoriales empacan sus libros, los vendedores desarrugan sus trajes, las escritoras se compran un nuevo brasier. En el comedor del Hilton, hasta los meseros saludan con un: ¡Qué bueno que este año sí vino usted!
Ver la alta figura de Alberto Ruy Sánchez es creer que esa misma noche estaremos bailando encuerados en el Veracruz. Ver que Nubia Macías atraviesa tranquila las multitudes es tener la certeza de que todo va sobre ruedas. Una foto, por favor
, reclaman los felices poseedores de un celular a los 500 escritores que se abren paso entre los estands cada vez más opulentos y llamativos. Claro que no van todos los 500. Los más importantes se cohíben porque los asfixiarían sus fans, aunque ha de ser muy atractivo morir entre brazos de jóvenes y niños y viejitos sabios. Ni Gabriel García Márquez, ni Carlos Fuentes antes de morir, ni Mario Vargas Llosa se aventuraban entre los libros, porque la marabunta los habría devorado.
Así como hay seasickness debe haber booksickness, porque en la bellísima FIL de Guadalajara se me vinieron encima los libros.
De pronto, en la mesa de un banquete gigantesco de pura nouvelle cuisine y sentada al lado de Ricardo Lagos, el ex presidente de Chile, sentí lo mismo que en la conferencia de Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, también en el Hilton, pero en la ciudad de México.
¿Te sientes mal verdad, mamá?
–me preguntó Felipe. No tuve tiempo de despedirme de los comensales en la mesa: Fernando del Paso y Socorro, su mujer, Raúl Padilla López y su mujer, Consuelo Saízar y Denise Dresser, Silvia Lemus de Fuentes y el embajador de Chile Roberto Ampuero Espinoza (que también es escritor). ¡Vámonos, mamá!
Me levantó Felipe, mi hijo. Sentirse mal es una humillación, una falla social, sentirse mal atenta contra la etiqueta, pero tuve que irme.
En el cuarto 1002 del hotel Hilton, después de una mala noche, sentada al borde de la cama le pregunté a mi Ángel de la Guarda, como hacía Carlos Monsiváis al doctor Gustavo Reyes Terán, del Instituo Mexicano de Enfermedades Respiratorias: ¿Me voy a morir?
Le debo todo al Hospital Civil de Guadalajara Fray Antonio Alcalde, en la calle Hospital 278, S. H. Guadalajara, Jalisco, cp 44280. Los médicos Jaime Agustín González, Georgina Alcázar y Jorge Guareña me aseguraron que mala hierba nunca muere y más si está de visita en Guadalajara. La doctora Georgina Alcázar consiguió para el hospital un aparato extraordinario en el que introducen al paciente en un tubo que lo va cortando visualmente como jamón en rebanaditas delgaditas para ver qué sucede dentro de su cabeza y su cuerpo, piso por piso, y que se llama resonancia magnética. Recuerdo que Mariana Yampolsky salió gritando del tubo, porque le dio claustrofobia, y que a los dos días se murió. También el doctor Mauricio Figueroa Sánchez, del departamento de radiología e imagen, examinó las arterias carótidas y la velocidad sistólica en un estudio que se llama doppler (y lo deja a uno cubierto de un limo blanco, como de caracol). Finalmente, una doctora muy entalladita sacó sangre, pero poquita, porque casi no había.
–¿No que era usted de sangre azul? –me sonrió.
Si a mí me hubieran dado las órdenes médicas para que yo hiciera estos exámenes en la ciudad de México, las habría metido en un libro y santo remedio. Jamás habría tomado un taxi para ir en medio del más pavoroso tráfico decembrino del Distrito Federal a los distintos hospitales dueños del carísimo aparato de resonancia magnética. Por eso le debo la vida a la FIL y a su director Raúl Padilla López, quien dio la orden de que me hicieran todos los análisis de un jalón
. Me habría costado 399 mil 999.99 pesos y habría maldecido a Santa Clos, a la Guadalupana y a toda la corte celestial. No sólo eso, me llevaron y me trajeron en coche y en el camino todo fue sonrisas. Al llegar al hospital todavía me tocaban más sonrisas y más cuídeseme mucho
y hasta abrazos y bendiciones.
No cabe duda que Raúl Padilla López cuida a sus autores. Di la orden de que te hicieran todos los exámenes. Te queremos sana y salva
. En 2005 hizo lo mismo con Carlos Monsiváis, que de repente alegó que tenía gripa cuando en verdad ya no podía respirar. Se lo llevaron en ambulancia al hospital y ahí permaneció tres días. Sólo al cuarto pudo regresar a México a pesar de que debió sospechar que forzaba su organismo ya atacado por una tremenda fibrosis pulmonar.
A los escritores nos tratan como príncipes en la FIL. Siempre nos acompaña una bellísima y supereficiente Rosy Velasco: La cita es a las once.
Por aquí hay una entrada por la que se llega más rápido.
¿Tiene hambre? ¿Tiene frío? ¿Ya se cansó? ¿Le traigo un juguito? ¡Qué bonito le queda el color rojo!
A su lado es fácil caminar como una nube sintiéndose la divina garza. Compartir con ella el desayuno, la comida y la cena es un deleite, porque todo lo sabe.
También resultó sabio, a pesar de su juventud y su pelo lavado a la Marcelo Uribe, el autor homenajeado de la feria venido de Estados Unidos que se arrodilló frente a Silvia Lemus de Fuentes para recibir una medalla de oro que pesa 77 toneladas, el escritor estadunidense Jonathan Franzen, autor del libro más vendido, La libertad, considerada una obra maestra del siglo XXI. Resulta que Franzen es bird watcher, y lo que más le llamó la atención fue observar las aves tapatías de mil trinos y colores que son muchas y variadas. Lejos de la feria y de los acostumbrados jilgueros de distintos plumajes y cantos que nada tienen que ver con la ornitología, se levantaba a las cuatro de la mañana con sus binoculares para saludarlos más allá del Lago de Chapala.
Quizás el año que entra podré ir a la sala Juan Rulfo de la Feria del Libro, a la José Luis Martínez a escuchar a David Toscana hablar de Polonia y a la feria infantil del libro para ojear una y otra vez los bellísimos tomos de la editorial Tecolote de mi bienamada Cristina Urrutia.