Cazuela popular
l hambre, para quien la conoce antes de comer y hasta saciarla, es una abstracción rubro de estadísticas. Tal es el caso de los expertos internacionales y nacionales en el tema del hambre. Pero mientras los primeros tienen imaginación suficiente para comprenderla, aunque no la sufran, en los mexicanos, como dijo el antropólogo Maurice Godelier comentando sus varias visitas a nuestro país: Es sorprendente la tolerancia que tienen ante la miseria
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En febrero de 2009, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) entregó a Marcelo Ebrard un proyecto para paliar el hambre de centenas de miles de mexicanos que viven en el Distrito Federal y sus suburbios. El proyecto no era original en el mundo, pero sí en México: copiado de la llamada sopa popular
que se practica en Europa hace un siglo, requería de ciertas adecuaciones legales y administrativas, entre ellas estimular fiscalmente a los productores y distribuidores de alimentos a fin de que dejaran de temer al dumping y regalaran al Gobierno del Distrito Federal (GDF) alimentos que suelen destruir, porque están llegando a su caducidad o son invendibles por los empaques maltratados. Con estos y otros donativos debía hacerse un gran Banco de Alimentos en una bodega acondicionada según las normas de higiene y seguridad alimenticia vigentes en Europa. Los productos perecederos debían provenir de las zonas rurales del DF, promoviendo la pluriagricultura tradicional y el comercio justo, sin mediadores. La cocina semindustrial debía contar con grupos de tres marmitas de gran capacidad para preparar cotidianamente, en éstas, un guisado de proteínas animales, otro de verduras y otro de cereales. Sendas camionetas debían recoger en toneles térmicos los tres alimentos y repartirlos en los puntos de distribución que estarían ubicados en patios de escuelas públicas o de parroquias. Un equipo, detrás de una ventanilla, serviría los alimentos en platos de acero inoxidable con tres receptáculos que presentaría cada comensal formado en una cola. Dichos platos serían obtenidos por cinco pesos en oficinas donde se establecería un padrón de beneficiarios del programa llamado Cazuela Popular. Este programa contra el hambre real de seres humanos de sangre y hueso, evitaría gastar recursos en espacios físicos, mesas, sillas, lavado de vajillas, agua y jabón, o en desechables que contaminan y en intermediarios.
La coordinación general del proyecto estaría a cargo de voluntariado, incluidos el control del banco de alimentos, el diseño equilibrado del menú cotidiano y el reparto de los alimentos a los beneficiarios. El trabajo de cocina, de recolección de alimentos donados y de reparto de los guisados en camionetas, estaría asegurado por personal de base del GDF, subocupado en funciones de mensajeros, choferes o ayudantes de oficina. Los beneficiarios eran indígenas y sus hijos, quienes acampan en los camellones urbanos, limpiaparabrisas y vendedores de todo tipo de chucherías entre los autos, buscadores de empleo que se sientan al pie de las rejas de iglesias o afuera de los mercados, y todo aquel que llegara con su plato triple hasta la ventanilla de la Cazuela Popular. La capacidad inicial de comidas diarias era de 300 mil unidades de tres guisos, con una inversión inicial –en adecuación y equipamiento del local central– de 30 millones de pesos, sin contar en ello la bodega concesionada y las camionetas asignadas por el GDF. Los costos de operación se reducían al pago de agua, luz, gas, mantenimiento del equipo y compra de perecederos a los campesinos de las zonas rurales del DF. Si este proyecto se hubiese realizado en su momento, se habría podido apoyar a las cerca de 300 mil personas que quedaron de la noche a la mañana sin recursos para comer cuando Calderón arrojó a la calle a los miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas.
Pero este proyecto, aprobado por AMLO, fue convertido por el Secretario de Desarrollo Social de entonces en comedores populares
establecidos en la propiedad privada de quien tuviera 50 metros cuadrados de cemento en piso y techo y dispusiera de cinco personas disponibles para operarlos
(Cfr. convocatoria de dicho programa cuyo costo se anunció en 100 millones de pesos.) A quienes obtuvieron la concesión se les dio dinero para adecuar sus locales y amueblarlos y se les pagó 25 mil pesos mensuales para operar. Se fijó en 10 pesos el costo del cubierto y en tres años la multiplicación de estos comedores revelaron su éxito entre la capa social a la que iban dirigidos desde el principio: la de quienes sí cuentan desde el punto de vista electoral.
Aunque los comedores populares de Martí Batres no tienen por qué ser excluyentes de la cazuela popular que propuso AMLO, ésta última era y sigue siendo urgente desde el punto de vista humano y social. Queda esperar que el gobierno del doctor Miguel Ángel Mancera sea más sensible al hambre de quienes sí la padecen y cuyo derecho constitucional –que no asistencialismo– a una alimentación suficiente, nutritiva y de calidad sea cumplido en la capital de la República, pasando a la historia como un mexicano que no pudo más ante la intolerable miseria de sus compatriotas más desfavorecidos.