Holy motors: vidas extrañas
iaje al fin de la noche. La cinta más reciente del polémico realizador francés Léos Carax (Boy meets girl, Mala sangre, Los amantes del Pont-Neuf) tiene un título tan extraño como el relato que lo acompaña: Holy motors. Es una suerte de encuentro fortuito entre algún personaje de L.F. Céline, el anarquista Ferdinand Bardamu, por ejemplo, y una desquiciada y multifacética invención de Jerry Lewis. El realizador propone una comedia del absurdo y no pone límites a su fantasía. Buscar una lógica a su desfiladero de caprichos y ocurrencias es de entrada tiempo perdido. Importa, sí, rescatar la agilidad narrativa y escénica con que Carax presenta a su actor fetiche Denis Lavant interpretando a un estrafalario Óscar a lo largo de todo un día, desde su perezoso despertar al lado de su mascota hasta su regreso a casa luego de haber cumplido, a bordo de su enorme limusina y de modo atribulado, con una docena de citas en varios sitios de París, guiado por su muy fiel chofer y secretaria Céline (Édith Scob).
A lo largo de ese viaje, Óscar habrá de disfrazarse repetidas veces. Su limusina no es el sitio high-tech de Robert Pattison en Cosmópolis, de Cronenberg, sino un rincón de utilería, donde a la manera de un diabólico Doctor Mabuse ensayará las transfiguraciones más inverosímiles (una anciana menesterosa, un agresor y también la persona agredida, un banquero, un señor Mierda, un moribundo senil y el tranquilo padre de una familia de chimpancés, entre otros). A través de todos ellos, Óscar parte en búsqueda de la belleza del gesto
, y uno supone, pues él jamás lo hace explícito, que se trata de algún inapresable gesto femenino. Lo busca en brazos de una bella Eva Mendes, acurrucado cual figura celestial, mientras ella con su rostro semicubierto semeja la virgen musulmana de una Piedad improbable; lo busca conduciendo como Bestia herida a una Bella por las cloacas de París, cual un nuevo Fantasma de la Ópera. Desde ahí explora las ruinas de un gran almacén abandonado, La Samaritaine, a lado del lugar mágico del primer Carax, el Puente Nuevo con su romanticismo doliente y exacerbado, para luego ganar las azoteas y dominar, en vistas espléndidas, el París nocturno de un cuento de hadas surrealista. Por si esto fuera poco el muy tenebroso señor Óscar penetra en el cementerio de Père Lachaise, donde las tumbas llevan por inscripción Visite mi sitio web
, atravesando después algún lúgubre camino bordeado de cipreses como en el arranque de la película de horror de Georges Franju, Los ojos sin cara (1959). Si la alusión no fuese suficiente, Carax le coloca al fatigado rostro de Céline una máscara similar a la empleada por la heroína del filme mencionado.
¿A qué conduce todo esto sino a una laboriosa y delirante fantasía de cineasta enamorado de su oficio y de su ciudad predilecta, que se inicia con las primeras imágenes en movimiento, siluetas de Muybridge en los albores del cine, en una sala oscura llena de espectadores atentos a la revelación siguiente, y culmina con una serie de limusinas dialogando entre sí en un estacionamiento, como si de una animación Disney/Pixar de vehículos parlantes (Cars, Lasseter, Ranft, 2006) se tratara. Todo un siglo cinematográfico. Léos Carax no rinde tributo al séptimo arte a la manera de la cinta de Michel Hazanavicius, El artista, pero a su manera ha conseguido una parodia original –fascinante para algunos, irritante para otros– de algunos de sus numerosos mitos.
Además de la Cineteca Nacional, la Muestra prosigue este mes su recorrido en salas de Cinemex, Cinépolis, Lumière Reforma y Sala Julio Bracho del Centro Cultural Universitario.