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1857. Un debate memorable
E

n relación con el estatuto constitucional del Distrito Federal, en la política mexicana siempre ha habido dos tendencias totalmente contrapuestas: una, conservadora y centralista, que postula que el DF es el asiento de los poderes federales y que, por tanto, debe carecer de derechos soberanos; otra, federalista, que sostiene que el hecho de que el distrito sea asiento de aquellos poderes federales no obsta para que conserve sus derechos como entidad soberana dentro del Pacto Federal. Eso ocurrió en el Congreso Constituyente de 1856 y 1857, en cuyo seno se manifestaron ambas tendencias. Del lado de la primera se contaron figuras tan prominentes como León Guzmán y Guillermo Prieto, mientras que del otro se distinguieron Francisco Zarco e Ignacio Ramírez.

Las posiciones de los centralistas fueron todas monótonamente uniformes y no hicieron otra cosa que repetir las razones que se expresaron en la Convención de Filadelfia al fundarse la capital federal: si la ciudad iba a ser asiento de los poderes federales no podían coexistir en ella dos soberanías, sin que surgieran, inevitablemente, conflictos irresolubles entre ambas. Los poderes federales, se adujo, necesitaban un territorio que les fuera propio para el desempeño de sus poderes. Ya antes se había optado, unánimente, por la fundación del estado del Valle de México que, al ser designado como Distrito Federal, debía verse si conservaba o no sus prerrogativas de soberanía.

Liderados por Guzmán y Prieto, los centralistas ganaron la batalla, pero vale la pena reproducir aquí los alegatos federalistas de Zarco y El Nigromante que han quedado relegados en el olvido y que son de una relevante actualidad. Su idea rectora era que si el poder nacional debía radicar en una entidad fuerte, para su propia conservación, ello no implicaba que aquella entidad careciera de soberanía local ni quería decir, dogmáticamente, que el poder federal tuviese que estar en choque continuo con el poder local.

Zarco, en efecto, afirmaba: “Una vez proclamado el derecho del distrito a existir como los otros estados, no hay motivo para retardar el ejercicio de ese derecho, que debe ser efectivo desde el momento que se promulgue la Constitución, sin restricciones que no se han puesto a Colima ni a Tlaxcala. Se ha dicho que es imposible que existan en un mismo punto el gobierno general y el de un estado, y así se propaga una idea falsa de la Federación, y se pinta al gobierno de la Unión como una planta maldita que seca y esteriliza cuanto esté a su alrededor. ¿Por qué el gobierno que sólo debe ocuparse del interés federal, ha de ser un obstáculo para la libertad local?

“Los estados –proseguía Zarco– ganarían con que los poderes generales, consagrándose al interés de la Unión, dejaran de ser autoridades locales; así no perderían el tiempo y el decoro en ganar unas elecciones de ayuntamiento, o cuidar de negocios de policía, y trazada la órbita en que deben girar todos los poderes, no habría que temer conflictos, ni colisiones” (Francisco Zarco, Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857, Imprenta de Ignacio Cumplido, México, 1857, t. II, p. 668).

En respuesta a León Guzmán, el cual postulaba que la capital no podía ser estado y Distrito Federal a la vez, porque habría choques inevitables entre las autoridades locales y las federales, Ignacio Ramírez hacía las siguientes observaciones: “Una vez decretado que el distrito se erija en estado, ¿desde cuándo ha de tener efecto esta erección? Inmediatamente –respondía El Nigromante–, esto es lo justo porque al reconocer el derecho de los habitantes del distrito a formar un estado de la Federación, se ha obrado conforme a justicia y se ha acatado el principio federal. Una vez proclamada la existencia de un estado, el Congreso mismo no tiene facultad para suspenderlo en el pleno ejercicio de su soberanía.

“De ningún modo es justo –continuaba Ramírez– que el distrito quede en una situación anómala y precaria, y mil veces peor que cualquiera otro estado. Se habla mucho de conflictos entre los poderes locales y los generales; pero éstos no son más que vanos fantasmas. Si se comprende bien cuáles son las funciones de uno y otro poder, se verá que es imposible que choquen. El gobierno general puede muy bien recaudar impuestos de todo el país; puede administrar las aduanas marítimas sin tener la menor disputa con el poder local. De la misma manera puede disponer del ejército, y en fin, ejercer todas las atribuciones que le encomienda la Constitución. Ningún inconveniente hay en que los poderes locales queden enteramente libres para ejercer sus funciones; si se originan algunas disputas, ellas serán de la misma naturaleza que las que se susciten en cualquiera otro estado” (Op. cit., t. II, p. 659).

El Nigromante tenía razón: basta ver la forma en que conviven los poderes de los estados y los ayuntamientos en los municipios que son capitales de los mismos, con jurisdicciones y competencias bien definidas y delimitadas, sin que haya lugar a conflictos fantasmales, para darse cuenta de lo artificioso del argumento que parte de la idea de la guerra inevitable entre poderes instituidos por la misma Constitución. De haberse aceptado el alegato de Zarco y Ramírez, el Distrito Federal no habría, jamás, dejado de ser una entidad integrante de la Federación, con plenos derechos dentro del Pacto Federal y la única variación en su condición de tal habría sido sólo el nombre, que indicaría que, como entidad federal, sería, al mismo tiempo, asiento de los poderes de la Unión.

También resultaba irrebatible en la lógica jurídica y constitucional el argumento de Ramírez en el sentido de que una vez proclamada la existencia de un estado, resultaba aberrante negar o limitar su existencia. Si el artículo 43, al mencionar las entidades integrantes de la Federación, incluía al estado del Valle de México, era incongruente y absurdo que luego el artículo 46 lo declarara suspendido en su existencia, la que avendría sólo cuando los poderes federales abandonaran su sede.

Existía, en efecto, una flagrante contradicción entre ambos artículos, pues el primero lo da por constituido mientras que el segundo lo da por constituirse. En efecto, dice este último: El estado del Valle de México se formará del territorio que en la actualidad comprende el Distrito Federal; pero la erección sólo tendrá efecto cuando los supremos poderes federales se trasladen a otro lugar. Es fácil observar que este artículo se da como si no existiera el 43 y, en su texto, el estado del Valle de México no existe, sino que se formará.

El primero en el tiempo y en el concepto es el artículo 43 que instituye o proclama (como quería Ramírez) al estado; por tanto, primero se da el estado y luego el Distrito Federal. Por lo menos hay una cierta coherencia. Muy diferente es lo que ocurre con nuestra actual Constitución, que primero instituye el distrito y luego el estado. En ambos casos, empero, hay un despojo original de la soberanía de la entidad.