l llegar a París, ante la avalancha de libros bajo la cual se pierden los no iniciados, mi buena estrella me descubrió los Cahiers de l’Herne. Pude adquirir, hoy son objetos de colección, los dedicados a Pound, Céline, Borges y Gombrowicz. No sabía, entonces, los insultos, e incluso las amenazas físicas, que costaron a su editor, Dominique de Roux, esos Cahiers dedicados a autores condenados por la intelligenzia del diktat a la moda. Si en México ya había leído páginas de estos escritores, gracias a Salvador Elizondo conocí muy temprano a los dos primeros. Acaso por ello, los Cahiers me dieron la ilusión de hallarme en un terreno conocido. ¿Cómo podía saber que había puesto los pies en territorios prohibidos, donde los caminos no llevan a ninguna parte porque aún no existen, y toca a cada caminante abrirse el suyo si pretende acceder a la revelación de lo verdaderamente nuevo: lo desconocido?
Tal es el periplo de Roux. Iniciación permanente en un mundo de ideas recibidas. Vocación por el descubrimiento. Navegación errática que conduce a dejar una tierra por otra en un constante exilio de lugares y épocas. Búsqueda de lo vivo sobre lo muerto, con esa conciencia precoz de una muerte precoz y anunciada que, entre el viva la muerte de los anarquistas y el abajo la muerte de la sociedad moderna
escoge la muerte extraordinariamente seria y dulce de aquéllos a quienes muestra el rostro desnudo y sin velos
. Dominique muere prematuramente a sus 42 años (1935-1977). Son estas concepciones, e inclinaciones, las que lo llevan a rehabilitar, si no a revelar, a esos excluidos de la horda
, Céline, Pound, Jouve, Gombrowicz, Michaux, Ungaretti, Cummings o Solzhenitsyn (condenado por su anticomunismo), decidido a no aceptar ideología alguna que lo sitúe de uno u otro lado de un esquema de prejuicios, desde el cual se condena al opositor de otro militantismo igualmente ciego. Pretender escribir sobre la vida y la obra de Roux sería pretender escribir la historia literaria y política de Francia de una buena parte del siglo XX.
Así, cuando Jacques Bellefroid, quien publicó su primera novela en L’Herne 10/18, editorial donde participaba Roux, me propuso unirme a la invitación a cenar en casa de Jacqueline, viuda de Dominique desde sus apenas 35 años, no oculté mi alegría. Creyéndome en terrenos conocidos, iba a vivir el más extraño de los extravíos: ése que arranca del tiempo y da a un lugar todo el peso de las infinitas horas acumuladas en él.
Jacqueline de Roux nos recibe primero en la sala, tres de cuyos muros sirven de libreros. Contra los cientos de volúmenes, se apoyan numerosas fotografías. Sobre la chimenea, reconozco a Ezra Pound: su rostro, su mirada penetrante que atraviesa cual fantasma al otro, vivo, en vida para siempre. Sobre un zoclo también de mármol negro, el busto de Pound parece callar lo que no calla su mirada. Obra de Arno Breker, quien realizó los bustos de Dalí y Cocteau.
de Pound con Dominique, Jacqueline, su hijo Pierre Guillaume, otros. Jacqueline me cuenta que Pound vivió ahí en dos ocasiones. Tres meses en 1965. Esa era su recámara
, me dijo señalando una puerta. “Vino a París para la presentación de los Cantos Pisanos, edición organizada por Dominique. Deslumbrado por el único Canto editado en Francia, decidió publicar en francés su obra.
Algunas palabras con Olga Rudge, su mujer. Cuando las presentaciones de su obra, hablaba con su mirada, oía y, a veces, rectificaba. Alguien le preguntó qué sentía. El infierno
, respondió. Una sola vez lo escuché hablar. Regaló a Pierre Guillaume esa pequeña cierva de peluche y le contó su historia con una lechuza y un incendio. Sonreía.
Cuando Roux le preguntó por qué escogió el silencio. Pound respondió: Fue el silencio quien me escogió
.
Decidí asomarme a la pieza donde durmió Pound. Vi el silencio por vez primera. Una llamarada de silencio. Sentí su quemadura. La de las palabras que callan.