arga y complicada ha sido la relación de los sindicatos mexicanos con las empresas que operan en nuestro país, tanto las de capital nacional como las extranjeras. Desde los albores del industrialismo en México, en el siglo 19, se dio una relación entre trabajadores y empresarios que, como en todo el mundo, ha sido siempre difícil y hasta muy conflictiva. Independientemente de que la parte patronal haya estado representada por hombres de empresa privados o por el propio Estado, esta relación es el reflejo natural de la universal lucha de clases, que siempre ha sido implacable.
No obstante, a lo largo del siglo 20 el país tuvo en este enfrentamiento histórico de clases sociales una filosofía del trabajo que, a pesar de sus muchas insuficiencias, protegió que esta relación marchara dentro de cauces constructivos, para que, a través de ella, pudiera promoverse el desarrollo económico y social de México, con beneficio para las amplias mayorías de trabajadores y aun para las propias empresas. La clave estuvo en la visión generosa y moderna del Congreso Constituyente de 1917, que surgió en revisión y en rebeldía contra los horrores y las represiones del régimen dictatorial de Porfirio Díaz.
En medio del inevitable enfrentamiento de intereses a lo largo de todo el siglo anterior, patrones y trabajadores lograron una convivencia que pasó por varios capítulos, unos de entendimiento y otros de confrontación. La mayor altura de esta relación se alcanzó con el lejano Pacto Obrero-Industrial de 1945, que se propuso aprovechar las ventajas que la Segunda Guerra Mundial le abrió a la actividad económica de México, con el cual el país evadía deliberadamente el enfrentamiento irreconciliable entre los factores de la producción y facilitaba su entendimiento para lograr avanzar en el gran objetivo del progreso nacional.
Paralelamente, los trabajadores habían edificado una poderosa estructura de sindicatos, bajo la inspiración de la misma Constitución del 17, con lo que se puso un dique a la explotación irracional de la mano de obra y se sentaron bases para una coexistencia constructiva. Sin embargo, con los años fueron ganando terreno los intereses privados sobre los sociales. El crecimiento de la actividad industrial no generó un espíritu de respeto de los patrones hacia los trabajadores y hacia el pueblo, y muchas empresas se dieron a la tarea de hacer prevalecer sus intereses. Hacia la década de los 60 ya se veían los resultados: el nuestro era calificado como un desarrollo con miseria.
En los años subsiguientes esta injusta situación se acentuó. Los intereses del sector patronal penetraron en las filas del gobierno, hasta llegar a la actual situación, donde ya no se sabe si quienes gobiernan son los que de alguna forma todos los mexicanos elegimos cada seis años, o son algunos empresarios poderosos los que dominan al poder público, mediante presiones y golpes de chantaje económico. Muchos sindicatos, como muchos políticos, se ablandaron ante este impulso y perdieron o traicionaron el rumbo, convirtiéndose en estructuras huecas de todo obrerismo. Otros mantuvimos nuestra digna presencia y nuestra autonomía ante el poder privado y el estatal. Por ello, he manifestado invariablemente en textos, discursos, comunicados y foros, que es necesario instaurar en México un nuevo modelo de desarrollo que revierta los actuales términos de escandalosa parcialidad en favor del sector patronal.
Hemos tenido recientemente la experiencia de que, incluso en la mayor adversidad, hay caminos para el avance y la apertura de nuevas oportunidades para los trabajadores. La inmensa mayoría de las compañías que conforman el sector minero, metalúrgico y siderúrgico de México acudieron a Vancouver, Canadá, en este mes de noviembre de 2012, a realizar una revisión de sus relaciones con el Sindicato Nacional de Mineros, a iniciativa de este organismo. De ello surgió la promisoria perspectiva de que aún hoy, cuando las fuerzas del llamado mercado libre están desatadas en todo el mundo aplastando la justicia social, en México es posible desarrollar vínculos de respeto y verdadera colaboración constructiva entre trabajadores y empresarios, para la generación de empleos y para aumentar la productividad y la eficiencia en el sector. Y esto ocurre a pesar de que el Sindicato Minero ha estado sometido durante más de seis años a una de las más perversas persecuciones políticas, judiciales y laborales que se hayan registrado jamás, por parte de los gobiernos conservadores e ineptos del Partido Acción Nacional, como el que por fortuna se está despidiendo, auxiliados por unos cuantos hombres de empresa empecinados en desaparecer al sindicalismo.
En Vancouver se definieron un rumbo y un destino más positivos para las relaciones obrero-patronales en el México de nuestro tiempo. En la inevitable conjunción de los trabajadores con las empresas, ningún sector puede desaparecer al otro, pues se necesitan mutuamente, por lo cual lo realista es entenderse con pleno respeto recíproco, sobre todo hacia los trabajadores, que han sido los más golpeados en el periodo del llamado modelo neoliberal, que se manifiesta en una explotación irracional de la mano de obra y en la extrema concentración de la riqueza en pocas manos.
El espíritu de Vancouver es trascendental y se expresó en un documento publicado en La Jornada el martes 13 de noviembre de 2012, el cual debe extenderse a todas las relaciones obrero-patronales de México. Este documento señaló, en resumen, que mediante una racional delimitación de esferas de acción y de respetuosa colaboración mutua, es posible desarrollar el vínculo para el progreso que el país necesita. Los empresarios, hombres y mujeres asistentes, con su sola presencia y sus análisis y participaciones críticas en ese encuentro, expresaron su decisión de marchar por ese camino. Esta es la única manera en que podemos superar la crisis económica que azota al mundo actual.