unque hemos tenido vislumbres de la producción tanto Op y cinética de los artistas venezolanos en no pocas ocasiones, esta es la primera vez que se presenta el decurso de uno de los más asiduos representantes de estas corrientes, con tanta raigambre en el siglo XX.
Los artistas cinéticos venezolanos ofrecen una corriente con conspicuos representantes, que tuvo desde sus inicios repercusiones internacionales bien establecidas y que difiere de manifestaciones europeas dentro de la misma tónica si pensamos, por ejemplo, en Albers o Jacobo Agam. Con todo y eso, cada uno de los venezolanos ofrece opciones distintas. La actual exposición va por el lado del color, pero supera este rubro.
Después de su entrenamiento en la Escuela de Bellas Artes de Caracas entre 1941 y 1945, Carlos Cruz-Diez trabajó como director artístico de una compañía de publicidad y simultáneamente como ilustrador en el periódico El Nacional, hasta 1951. Después de un viaje a Barcelona, se desempeñó como director de la misma escuela de bellas artes y en 1960 se trasladó a París.
Quien inició en Venezuela el cambio radical respecto de las enseñanzas oficiales, a finales de los años 40, fue su colega Alejandro Otero (1921-1990) mediante sus colorritmos, según puede recordarse a través de las muestras que, entre otras instituciones, ha procurado, v.gr. el museo Tamayo y una, más bien escueta, de Cruz-Diez en el Museo de Arte Moderno de México. La que tuvo lugar recientemente en ese mismo recinto, titulada Cinetismo, con curaduría de Daniel González Usabiaga, ofreció otras variantes. Aquella muestra colectiva, bien armada y muy ingeniosa, es de tónica distinta a la que ahora aludo.
Federico de Morais, crítico brasileño, ha señalado que un pionero latinoamericano del arte llamado tecnológico fue su coterráneo Abraham Palatnik, quien desde 1950 exhibió sus aparatos cinecromáticos.
En términos generales, aunque perfectamente experimentables en la exposición de Cruz-Diez, puede argüirse que los enfoques ópticos obligan al espectador a cambiar de posición continuamente, si es que quien está mirando desea adentrarse en la medida de lo posible en el modo en el que este tipo de efectos se encuentra estructurado, cosa que puede resultar tanto fascinante como irritante. Es una muestra que sin desdecir en lo más mínimo su carácter artístico, tiene que ver con el aspecto científico de la óptica y con su recepción también óptica por parte del espectador.
Uno de los mejores y más vistosos ejemplos está en la enorme cortina, tipo persiana, de bandas paralelas, que observada por detrás de cara al ventanal del museo, parece intensamente verde; vista de canto ofrece el espesor de sus bandas paralelas y de frente depara más variantes, una de ellas, sesgada, la hace ver de un saturado naranja, casi incandescente.
De acuerdo con la posición que se guarde, va cambiando a medida que el ojo la recorre en sentido longitudinal. Hasta donde me fue posible analizar está integrada de ocho conjuntos de bandas bi o tricolores. Las tiras transparentes, dispuestas a determinadas distancias y en un orden específico, modifican entre ellas su color. Y por supuesto es siempre la luz, en varias piezas respresentada por el color blanco, la responsable de la iluminación que deparan las gestalten que se advierten.
La más asociativa de todo el conjunto es una serigrafía que de frente ofrece un círculo perfecto, oscurecido en su interior, tal que si se tratara de la representación de un eclipse. Está montada sobre módulos de aluminio con filtros de acero inoxidable. El autor la denominó en forma muy escueta: 113 B. Acertadamente, el equipo museográfico le asignó al lado otra pieza que puede simbolizar fases de la luna nueva.
Son juegos infinitos los que ejemplifican las fisiocromías de 1989, la marcada con el número 2250, un cuadrado plateado sobre fondo de oro (sin que el artista haya utilizado pigmentos metálicos) sólo entrega su efecto con visión sesgada; en contraste, la 871 es como un anochecer que de primer golpe puede entenderse como un homenaje a la capilla de Rothko.
Ésta y otras piezas provienen de la Cruz-Diez Foundation, de Houston, Texas que en buena medida ha sido auspiciada por Judy Cisneros, coleccionista del artista.
Según éste, las adiciones cromáticas
corren paralelas a las sustracciones deliberadas y las piezas realizadas en los años 90 del siglo pasado fueron calificadas por el artista como inducciones cromáticas
.
Éstas, que son las más recientes, no están realizadas mediante tiras o varillas delgadas minuciosamente insertadas de cartón o madera, sino que son puramente pictóricas y planas, no hay salientes en ellas, sólo es el color aplicado en bandas. La inducción
se antoja lograda como si fuera un cambio de frecuencia auditiva; de hecho, casi todo lo exhibido a partir del momento en el que Carlos Cruz-Diez se involucra en las cuestiones Op, conlleva una tónica que se antoja musical.