Una luz en la oscuridad
n 1985 la realizadora polaca Agnieszka Holland propuso en Cosecha amarga (Bittere Ernte) la historia de un apacible campesino alemán, renuente a todo compromiso político, que decide esconder en su granja a una judía que huye de la persecución nazi. Lo interesante en esa cinta es la exploración de los dilemas morales de un alemán medio súbitamente enamorado de una persona perteneciente a una raza que la propaganda fascista insiste en denigrar como escoria de la humanidad.
En una atmósfera opresiva, a resguardo de las miradas ajenas, esta curiosa relación sentimental ilustra la complejidad de las relaciones entre el pueblo alemán y la comunidad judía en los tiempos en que con mayor furia se promovió el odio racial.
En Una luz en la oscuridad (In darkness), la directora retoma el tema, y aunque una valoración precipitada catalogaría el esfuerzo como una cinta más sobre el Holocausto, en realidad se trata de una nueva exploración de las relaciones afectivas y de un impulso de solidaridad en un clima de intolerancia y persecución política.
En lugar de aquel granjero alemán, ahora vemos a un inspector polaco del alcantarillado, ladrón también de poca monta, en la disyuntiva de obtener dinero denunciando a judíos fugitivos en el gueto de la ciudad de Lvov y la posibilidad de extraer mayores ganancias, mediante cuotas mensuales, protegiéndolos. Leopold Socha, traficante calculador e inescrupuloso, opta por esconder a una docena de ellos, procurándoles alimento y frazadas, en el laberinto insalubre, infestado de ratas, del drenaje urbano.
La historia, real, es narrada en el libro In The Sewers of Lvov, de Robert Marshall. El difícil cautiverio de los judíos, que así evitaron una deportación segura hacia los campos de exterminio, duró 14 meses, hasta 1943, justo el año de la liberación del territorio por el ejército soviético.
Aunque la cinta de Holland no tiene ni la fuerza expresiva de la emblemática Kanal, de Andrzej Wajda, ni la agilidad narrativa de El pianista, de Polanski, ambos compatriotas suyos, y sí mucho de la factura de telefilmes con temas similares, sorprende la seguridad y tono mesurado con que la directora incursiona en aspectos tan delicados como la sexualidad en las condiciones de cautiverio y la complejidad de las relaciones entre los perseguidos, que, lejos de ser modelos de rectitud moral, exhiben también rasgos de mezquindad y oportunismo.
La vida en situaciones extremas apenas difiere aquí de la existencia cotidiana en libertad, como se atrevieron a mostrar en sus relatos sobre la vida en campos de exterminio el novelista italiano Primo Levi y el húngaro Imre Kertész. Este registro de claroscuros en la conducta humana aleja la película del espectáculo manipulador, exaltador de heroísmos, que propone la ficción hollywoodense, en particular La lista de Schindler, de Steven Spielberg.
Leopold Socha bien puede ser otro Schindler, pero en la óptica de esta película se trata de un ciudadano ordinario, comprometido tardíamente con una causa justa, pero rebasado al igual que los demás por un horror que ciega y encanalla un poco a todo mundo. Palabras más, palabras menos, la cinta se pregunta: ¿qué necesidad tenemos de un Dios que nos castigue, cuando entre nosotros nos encargamos mucho mejor de tal faena?