l pasado fin de semana, Bellas Artes hospedó el estreno en Latinoamérica de la portentosa obra Einstein on the beach, creación conjunta de Robert Wilson (escena) y Philip Glass (música), con la complicidad coreográfica de Lucinda Childs. La expectativa generada por esta presentación fue recompensada con creces con un soberbio espectáculo total para cuyo análisis cabal se requeriría mucha tinta y papel.
Si el concepto tradicional de ópera todavía se sustenta en la narración lineal de una historia en la que una soprano y un tenor sostienen un atribulado amorío mientras un barítono malvado o una mezzosoprano truculenta se interpone entre ellos y un bajo profundo pontifica sobre los grandes temas de la vida, entonces Einstein on the beach no es una ópera. Es, venturosamente, mucho más que eso. Es un deslumbrante espectáculo multidisciplinario con un sólido núcleo de teatro musical que, a 36 años de su estreno, sigue conservando su frescura, su vigencia, su modernidad y su poder de evocación. Música instrumental y cantada, teatro, danza, acrobacia aérea y pantomima, algunos personajes, muchos intérpretes (varios de ellos con una interesante componente andrógina) y, sobre todo, una propuesta escénica de una enorme profundidad y complejidad.
¿Qué narra Einstein on the beach? Estrictamente, nada, pero a lo largo de su desarrollo sus creadores transitan por una cantidad asombrosa de temas y asuntos: la justicia, la violencia, la ciencia, la tecnología, el conocimiento, la religión, enfoques de género, el amor. Esta ópera que no cuenta nada y dice mucho está articulada a través de una poderosa sucesión de imágenes memorables, acompañadas de una música abundante en estructuras repetitivas (terminología del propio Philip Glass) y a la vez rica en variedad y pluralidad. Una ópera sin arias ni duetos, sin intermedios ni supertítulos, nada de lo cual le hace falta.
Hay en la obra actores y actrices de primer orden, un coro gestualmente hiperactivo y musicalmente ejemplar, un viejo Einstein que toca el violín como poseído, un corrosivo y saludable sentido del humor, un reloj que marcha hacia atrás, y el eclipse total de otro reloj, así como el giroscopio más parsimonioso en la historia de la ciencia, y una sencilla barra de luz purísima que se convierte en el elemento visual más elocuente de la ópera. Un delirante juicio retro, una locomotora de vapor, el vagón de un tren como escenario de un hermético, casi oriental drama pasional, un caracol marino lleno de nostalgia, dos estenógrafas enloquecidas, un poético chofer de autobús y mil elementos más, se suceden vertiginosamente retando la capacidad de asombro del espectador y recompensando con creces sus sentidos.
Los complejos y a veces crípticos textos de la ópera, en conjunción con la deslumbrante puesta en escena de Wilson y la vibrante música de Glass, permiten percibir una cantidad enorme de referencias culturales, políticas y sociales, que a su vez dan lugar a una multiplicidad de posibles lecturas intertextuales de Einstein on the beach. Espectacular, por ejemplo, el homenaje que Glass y Wilson hacen en la última escena de la ópera a la famosa secuencia del accidente industrial y la aparición de Moloch de la película Metrópolis (Fritz Lang, 1927).
De cabal justicia, hacer un reconocimiento muy especial a la dirección musical de Michael Riesman, añejo y leal colaborador de Glass, quien hizo una labor impecable al frente del coro y del Ensamble Philip Glass, que trajo entre sus filas a tres de sus miembros legendarios, Lisa Bielawa, Jon Gibson y Andrew Sterman. El formidable solo de saxofón tenor de Sterman fue sobresaliente entre muchos momentos musicales de alto nivel de ejecución.
No faltaron quienes, al abandonar prematuramente Bellas Artes ante la imposibilidad de asumir la paciencia y la concentración que requiere Einstein on the beach, clamaron tedio. Para ellos, una amiga melómana tuvo contundente respuesta con la frase: Un nibelungo más y me doy un tiro
, en referencia a algunos tramos particularmente densos e interminables de las óperas de Wagner.