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En el corazón de las cosas Nadie trae la neta de las netas y todos necesitamos aprender de todos. Pero hay algo crucial que los urbanos debemos aprender de los rurales si queremos sobrevivir: su premoderna maña para enfrentar la incertidumbre. Progreso es previsibilidad, y por mucho tiempo la modernidad nos prometió abatir la incertidumbre gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnología. Un mundo feliz es un mundo sin sorpresas, se pensaba. Pero la promesa resultó vana y entramos al tercer milenio con el alma en un hilo pues en los tiempos de la Gran Crisis lo único seguro es que nada es seguro. “Las crisis llegan sin manual de uso”, escribió Patrick Lagadec, acuñador el término “civilización del riesgo”. Pero sin el folletito de las instrucciones nosotros ya no sabemos vivir. Y lo peor del caso es que el culto a la previsibilidad magnifica el impacto de lo inesperado. Propugnadores del pensamiento complejo, como Edgar Moran, nos enseñan que toda singularidad es disruptiva respecto de modelos y leyes universales y por tanto resulta crítica para la ciencia de lo general. Pero la crisis de un sistema de conceptos cuya rutina intelectual es interpelada por lo atípico, es sólo una dimensión del desequilibrio potencial generado por el acontecimiento singular, pues los sistemas materiales con los que intervenimos y presuntamente controlamos el mundo objetivo, se fundan en el supuesto de la capacidad predictiva de conceptos y leyes, de modo que lo imprevisible, por atípico, es también inmanejable por los sistemas normalizados de que disponemos. En el reino de la prospección, sorpresa es catástrofe segura. Y más aún en una economía-mundo cuyo motor es una codicia avasallante, ciega a los impactos socio ambientales del lucro y cuya máxima suprema es que el mercado corrige por sí mismo los desarreglos. Paradójicamente en lo imprevisible hay regularidades y podemos estar ciertos de que en un orden de intensa interconexión sistémica, los eventos locales inesperados se globalizan y los globales se localizan, de modo que es casi seguro que las microcrisis escalarán y devendrán macrocrisis. Y en un mundo donde impera la simultaneidad informática, mediática y financiera también es anticipable la rapidez de propagación de desgarriates catastróficos que no sabemos cuándo vendrán pero que seguramente serán de transmisión casi instantánea y efectos exponenciales. El núcleo duro de nuestro desarme ante la incertidumbre son dos principios dominantes en la tecnociencia: que la descomposición analítica de lo complejo en sus elementos simples y dilucidables da razón de los conjuntos mayores, y que la realidad está compartimentada y su dinámica responde a cuerpos leyes específicas agrupables en disciplinas. De ahí que a los científicos y tecnólogos el mundo se les presente como esencialmente regular y normalizado, mientras que lo atípico singular o anormal se circunscribe a un residuo marginal de perversiones. Pero las cosas se están presentando de otra manera y todas las mañanas lo inesperado toca a nuestras puertas, de modo que “lo importante no es tener instrumentos para no ser sorprendido, sino entrenarse para ser sorprendido”, como han escrito Todd M. y La Porte. Es decir que no podemos eliminar la sorpresa, pero sí prepararnos para que no nos agarre dormidos. Preparación que es la que tienen los indios y los campesinos, que por milenios han sobrevivido a todas las catástrofes naturales y sociales. Y es que las mujeres y los hombres de la tierra piensan y hacen de otra manera. Para su eficacia, el racionalismo cartesiano y la intervención del mundo que supone, dependen de cadenas analíticas completas y utensilios adecuados. Secuencia causal y utilería óptima por lo general carente en las comunidades agrarias. Entonces los hombres del campo son lo que Lévy-Strauss ha llamado bricoleurs “El bricoleur –dice el etnólogo– es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero no subordina ninguna de ellas a la obtención de materas primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto; la regla de su juego es siempre la de arreglárselas con “lo que uno tenga”. El conjunto de los medios del bricoleur no se puede definir por un proyecto (lo que supondría por lo demás, como en el caso del ingeniero, la existencia de tantos conjuntos instrumentales como géneros de proyectos); se define solamente por su instrumentalidad, o dicho de otra manera y para emplear el lenguaje del bricoleur, por que los elementos se recogen o se conservan en razón del principio de que “de algo habrán de servir”. “La poesía del bricolage –continúa– le viene de que no se limita a realizar o ejecutar; “habla” no solamente con las cosas sino también por medio de las cosas (…) La reflexión mítica se nos manifiesta como una forma intelectual del bricolage. Lo propio del pensamiento mítico, como del bricolage en el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados utilizando residuos y restos, sobras y trozos (…) La ciencia crea sus medios y sus resultados, gracias a que fabrica sus hipótesis y sus teorías. El pensamiento mítico que dispone y redispone (experiencias) incansablemente para descubrirles un sentido, es también liberador, por la protesta que eleva contra el no-sentido, con el que la ciencia se había acostumbrado a transigir”. El “pensamiento salvaje” y las intervenciones del mundo propias del bricoleur rústico se basan en razonamientos analíticos, pero también en totalizaciones instantáneas, intuiciones que permiten cortar camino y así responder oportunamente a los retos perentorios. Y en cuanto al hacer, se sustentan en la adecuación creativa de lo disponible, a fines distintos de aquellos para los que fue creado. Así las cosas, es claro que en un mundo de incertidumbre y escasez la estrategia campesina es mucho más adecuada que la de una tecnociencia que se pasma ante lo imprevisto. Artistas de la improvisación, los rurales manejan su entorno con solvencia no porque sus previsiones sean certeras sino porque siempre están preparados para lo inesperado. Que quede claro, no digo que los campesinos sean capaces de resolverlo todo, digo, sí, que están curtidos en incertidumbres y nosotros no. Posiblemente esta capacidad les viene de que tienen una relación con el entorno muy distinta a la de nosotros. El campesino es humilde ante una naturaleza que, haga lo que haga, siempre lo rebasa. A diferencia del ensoberbecido hombre moderno, el rústico reconoce en la escasez y la ignorancia relativas sus límites absolutos. No es que no quiera incrementar sus saberes y elevar sus cosechas, pero entiende que hay un “no va más” después del cual sólo quedan el pasmo y la incertidumbre. Y de tal experiencia voy a hablar. No vimos a los pobladores más conspicuos del bosque de niebla aunque sí las huellas recientes del tapir, el comedero de los jabalíes, el nido del quetzal, la guarida del puma. Pero sobre todo nos encontramos con nosotros mismos. Adentrarse en la reserva de la biósfera de El Triunfo es una inmersión en la naturaleza: la externa y también la propia. Zambullida en los sonidos del bosque y los latidos de tu corazón, en el murmullo del torrente y el de tu propia sangre presurosa. En la aventura de trepar la Sierra Madre hasta remontar las nubes y ver el mar al otro lado, descubres los tamaños de la naturaleza, pero también la medida de lo que tu propio cuerpo –y tu espíritu– es aún capaz de hacer. Y como al campamento de la zona núcleo no subes sólo sino en grupo y con mulas para la carga, descubres también la magia de la convivencia, de la súbita fraternidad entre los tan diversos. Porque ahí, en el centro del mundo, pudimos jugar como los niños que seguimos siendo y descubrimos que con un poco de ingenuidad se accede a lo profundo sin necesidad de prolegómenos. Los jovencísimos hombres pájaro que se deslizan sigilosos por las cañadas para sorprender a otras aves; Abimael, Marino, Moisés, Sabino, Corazón de Jesús, Florentino…, campesinos que por ahí viven pero nunca habían entrado a la reserva y están tan pasmados como el par de chilangos; Juan José, responsable del grupo y nieto de un arriero que hacía la ruta de Los Altos al Soconusco, al que le hacen los mandados veredas y “dinámicas”, pero es derrotado por el clotch del camión de redilas que debía llevarnos de Santa Rita a Jaltenango; el dueño de una cafetería de Coyoacán que vende café chiapaneco; George de la Selva, que en realidad se llama Alfredo y es fotógrafo; el japonés Paulo Ito, el Señor-ito, que ayudó a los caficultores organizados a establecer un laboratorio de catación, y una chilanga, la única mujer del grupo de los visitantes, y la más entrona de tod@s. Y sobre todo las tres cocineras y el guardabosque, que nacieron en lo que hoy es el campamento cuando era un rancho ubicado en el corazón de la zona núcleo, módico hogar campesino que sobrevivió a los tapires y jabalíes que destrozaban la milpa, a los jaguares que mataban al ganado y a la pavorosa soledad, pero sucumbió a la presión de los ambientalistas. “Mi mama aquí nació y aunque llegaba el ejército amenazando y la visitaba el señor Álvarez del Toro, nunca quiso salir –dice doña Rosalinda, estrujando al trapo de los trastes–. Y aquí se quedó, sola y su alma. Hasta que unos dizque conservacionistas que estaban de visita la envenenaron. La envenenaron para que no quedara nadie. Nadie que supiera los nombres verdaderos de las cosas”. |