l clima social ha cambiado. Lo que antes se decía a media voz, ahora se pronuncia abiertamente en calles, plazas y mercados. Los miedos históricos, que crecieron exponencialmente durante los ocho años del gobierno de Álvaro Uribe, van cediendo lentamente, aunque están lejos de haber desaparecido. En las ciudades se vive una situación bien diferente que en las áreas rurales, donde se hace sentir el poder armado de narcos y terratenientes.
El proceso de paz es sentido como algo irreversible por buena parte de la población. La esperanza es un signo de este tiempo en el que casi 80 por ciento apoya las negociaciones entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el gobierno encabezado por el presidente Juan Manuel Santos. Existen luces esperanzadoras y sombras que pueden abortar una vez más el camino de la paz. En todo caso, el escenario actual es bien diferente del que conocimos décadas atrás.
La primera diferencia es que la guerrilla llega muy golpeada a las negociaciones. Las últimas conversaciones, iniciadas en 1999, fueron consecuencia de los duros golpes tácticos infligidos por las FARC a las fuerzas armadas, que aprovecharon la distensión para recomponerse y dotarse de capacidad aérea y nuevas tecnologías aportadas por el Plan Colombia. Los militares colombianos, como buena parte de la clase dominante, siguen aspirando a aniquilar a la insurgencia, un viejo sueño que ahora se sienten en condiciones de hacer realidad.
En el país se especula con que uno de los objetivos del mando militar es provocar una división en la guerrilla entre quienes se sumarían a la desmovilización y un sector que podría continuar el conflicto. También es posible que descarguen un potente ataque para dar muerte a varios comandantes en medio de las negociaciones, como forma de presionar por concesiones.
La segunda cuestión que diferencia estas negociaciones de las anteriores es que los llamados cacaos, la élite del poder económico, acuerdan con Santos en la necesidad de llegar a un fin negociado con la guerrilla. Este sector, integrado por una burguesía urbana vinculada a las finanzas y la industria, apuesta a los negocios internacionales y a la modernización como forma de consolidar poder y ganancias. La imagen de un país en conflicto no suele seducir a los capitalistas.
Sin embargo, la arcaica clase terrateniente ganadera, cuyos intereses aparecen entrelazados con el narcotráfico y los paramilitares, no parece feliz con las negociaciones. La reciente masacre de 10 campesinos en un municipio del norte de Antioquia puede ser el comienzo de una escalada impulsada por este sector, que perdería poder con el fin del conflicto.
La clave de la paz es la tierra para los campesinos. La guerra de clases que comenzó hacia finales de la década de 1940 giró en torno de la tierra: terratenientes que se la arrebataban a campesinos que se armaron para defenderla. Lo que comenzó como una lucha por la sobrevivencia, para lo que crearon las autodefensas campesinas, se alargó en una guerra de cuatro décadas que se consuma en una verdadera contrarreforma agraria narco-terrateniente. Álvaro Uribe encarna a este sector.
La tercera diferencia es la realidad internacional y regional. El triunfo de Barack Obama beneficia los planes de paz de Santos y perjudica el obstruccionismo de Uribe. De todos modos, la Casa Blanca no tiene una política definida hacia América Latina, salvo la persistencia de la presión militar a través del Comando Sur. Pero los cambios que se siguen produciendo en la región empujan hacia el fin de la guerra colombiana.
La consolidación del proceso bolivariano luego del triunfo de Hugo Chávez implica que durante un largo periodo la diplomacia colombiana deberá elegir entre el conflicto o la cooperación con su vecino. Es claro que Santos optó por lo segundo. En Ecuador, luego de cuatro años Brasil vuelve a tener un peso decisivo. Estos días el BNDES firma el primero de una serie de préstamos para grandes obras de infraestructura que fue ganado por Odebrecht, la misma empresa que había sido expulsada en 2008.
El gobierno de Rafael Correa se había acercado a China en busca de préstamos para obras, pero los intereses son más altos y el país asiático exige petróleo como garantía de los préstamos. El gobierno ecuatoriano ofreció a empresas brasileñas que cuentan con créditos del BNDES un paquete de obras por 2 mil 500 millones de dólares (Valor, 12 de noviembre). El reposicionamiento de Brasil en Ecuador representa otra inflexión a favor de la integración regional, de la Unasur y del Consejo Suramericano de Defensa.
El cuarto aspecto es la difícil situación que atraviesan los movimientos sociales. Son ellos lo que podrían pesar en la mesa de negociaciones en temas decisivos como la tierra, mesa de trabajo que comenzó este 15 de noviembre en La Habana. Sin embargo, luego de algunos avances viven una situación de estancamiento y retroceso, sobre todo en las ciudades, donde la hegemonía cultural y política de las derechas es abrumadora.
El 12 de octubre los tres principales agrupamientos, la Marcha Patriótica, el Congreso de los Pueblos y la Coalición de Movimientos y Organizaciones Sociales de Colombia, convocaron una jornada de lucha recogiendo las principales demandas de la sociedad. La respuesta fue escasa y se movilizaron básicamente los universitarios. Una cultura política de corte patriarcal, jerárquica y masculina, anclada en las disputas por espacios de poder, sigue dominando dentro de los movimientos y bloquea la apertura hacia las diferencias.
Se abren tiempos nuevos en Colombia. El fin del conflicto es una posibilidad entre otras. Todos los actores tienen un plan B
ante la eventualidad de un recrudecimiento de la confrontación armada. Todos menos los pueblos indígenas, los afrodescendientes y los sectores populares urbanos y rurales. Como les viene sucediendo a los nasa del Cauca, ellos sólo ganan con la paz, al contrario que las multinacionales mineras y los combatientes armados.