ntes de continuar con el asunto principal de este artículo, me gustaría dar una disculpa pública –la privada ya fue dada hace tiempo– a Juan Meliá, quien al inicio de sus funciones como coordinador nacional de Teatro del INBA sufrió un fuerte rechazo por parte de todos, que algunos hicimos público, por ser un desconocido y no pertenecer al gremio teatral. Ahora que termina el sexenio es buen momento para escribir un par de palabras de rectificación, porque la capacidad de trabajo y la seriedad con que lo llevó a cabo, así como su gran cortesía y gentileza con todos, le fue ganando un gran respeto entre los teatristas, respeto que para muchos, entre los que me cuento, se convirtió en genuino aprecio. Ojalá sus cualidades sean tenidas en cuenta por las próximas administraciones, sobre todo ahora que ha demostrado que se desenvuelve con soltura en un plano nacional.
Pasemos al cuerpo de la nota, que titulé futuro incierto porque, como muchos otros, veo en el presidente electo a un gran privatizador. Supongamos por un momento que, si hasta los panistas respetaron los estímulos –becas, México en escena y otros– que se habían dado al teatro con anterioridad, Enrique Peña Nieto va a hacer lo mismo, pero no parece ser suficiente. El público mayoritario pertenece a la cada vez más depauperada clase media que enfrentaría, además del crecimiento del desempleo aun entre profesionistas, tasas del IVA en alimentos y medicinas, lo que no redundará en beneficio de un posible público que seguramente tendrá otras prioridades para sus exangües bolsillos, o que optarán, como escape, por las escenificaciones como divertimento, rechazando las que se pueden considerar como arte. No hablo, por cierto, de las minorías más acomodadas, ni de los proles
según la despectiva expresión de Paulina Peña hacia los trabajadores, quienes a duras penas pueden allegarse lo indispensable. Hablo de aquellos a quienes el marxismo cataloga como la pequeña burguesía ilustrada, ya que ahora hasta los salarios de un profesor universitario de asignatura a duras penas le permiten algún lujo.
Para los creadores escénicos el desempleo no es cosa nueva aunque sus entradas económicas son, con las consabidas excepciones, cada vez menos frecuentes por lo que muchos se apoyan en la docencia y otros aspiran a un llamado de la televisión o del cine. La muy criticada Compañía Nacional de Teatro, con todos los errores u omisiones que se le puedan achacar a Luis de Tavira, es una posibilidad de salarios decentes para muchas actrices y actores, pero eso no cubre al muy numeroso gremio que en su mayoría ve achicarse las temporadas oficiales a unas pocas semanas, con tres días de funciones o menos y sin paga en los ensayos. Esto que ya se da desde hace tiempo, probablemente se acentúe.
Los pendientes que van quedando de sexenio en sexenio, pueden acrecentarse. Éste sería el caso de los espacios que se encuentran en el Centro Cultural Helénico que, como se sabe, Conaculta paga con los dineros públicos a un Instituto Helénico (de muy baja calidad, pero que ofrece clases de arte impartidas por poco reconocidos maestros porque es el dueño de las instalaciones que fueran de la Nación, donadas hace tiempo por José López Portillo para un proyecto privado que resulta un buen negocio. Nadie espera el milagro de que Peña Nieto revierta una privatización en aras del bien público, como tampoco se espera que en su sexenio artistas
de Televisa, ese medio que lo apoyó tanto –dejen de imponer sus programaciones– o si Lorena Maza quedará como directora de este Centro.
La dispersión de los teatristas y el sálvese quien pueda
, no ayudan a subsanar estos problemas, antes bien permiten que se vuelvan indefinidos por la ley de la inercia. Quizás sea una buena idea, revivir como aglutinante, a la Academia Mexicana de Arte Teatral, AC (AMATAC) que fue idea mía, apoyada por Germán Castillo que fue su primer presidente, y por Otto Minera, entonces coordinador de teatro. La AMATAC concitó al principio mucho entusiasmo que se fue desvaneciendo al paso de unos pocos años hasta su extinción final y ahora sería más necesaria –aunque fuera como medida defensiva– que en ese entonces.