Opinión
Ver día anteriorMartes 13 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hayek, Keynes, Chicago, Obama
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riedrich August Hayek murió en 1992, a la edad de 93 años. Una vez dijo que para tener la última palabra sólo había que sobrevivir a los rivales. Hayek sobrevivió a Keynes casi cincuenta años y, por supuesto, murió creyendo haber derrotado en definitiva a Keynes.

Hayek fue un liberista a ultranza, que no un liberal; quiso siempre un Estado mínimo, eliminar los bancos centrales dirigidos por el Estado y volver a monedas respaldadas por activos reales: en la actualidad, sueños guajiros. Una de sus conclusiones más célebres fue la divisa favorita de Reagan y de Mrs. Thatcher: el Estado no soluciona las crisis, su intervención las causa. Hacia el fin de la era de predominio keynesiano (1950-1973), Hayek fue galardonado en 1974 con el Premio Nobel: un elemento más para legitimar lo que venía: el neoliberalismo caníbal para el mundo.

Hayek, no obstante, no fue directamente el corazón de las políticas neoliberales, lo fueron Friedman y la teoría de Chicago de las expectativas racionales, difundida por Robert Lucas, quien también fue laureado con el Nobel (1995); tales enfoques han prevalecido como dominantes durante la gran expansión capitalista globalizada y, aun en el tobogán de su descrédito a partir del colapso iniciado en 2007-2008 continúan prevaleciendo debido a que los mayores intereses económicos y políticos del mundo se mantienen en la cumbre del poder.

El colapso, sin embargo, trajo a Keynes y a Hayek nuevamente a una contienda post mortem. ¿Qué causa el colapso de las economías capitalistas? ¿Cuál es la respuesta correcta a un colapso?

Para Hayek la crisis es resultado de un exceso de inversión en relación con la oferta de ahorro, que es posible por una expansión excesiva del crédito. Los bancos prestan a tasas de interés más bajos que las que los ahorristas genuinos habrían exigido (sigo a Robert Skidelsky), haciendo que todo tipo de proyectos de inversión se vuelvan temporalmente rentables.

Sin embargo, dice Hayek, debido a que estas inversiones no reflejan las preferencias reales de los agentes para el futuro sobre el consumo actual, no están disponibles los ahorros necesarios para su realización.

Pueden los bancos centrales hacer inyecciones de liquidez. Pero los participantes del mercado terminan por percatarse de que no hay ahorro suficiente para completar todos los proyectos de inversión. En ese momento, el auge se convierte en caída.

Los keynesianos considerarían que la crisis es resultado de lo contrario: la falta de inversión en relación con la oferta de ahorro –es decir, muy poco consumo o demanda agregada para mantener un nivel de pleno empleo de la inversión– que por fuerza ha de llevar a un colapso de las expectativas de ganancias.

La situación se puede mantener por un tiempo recurriendo a la financiación del crédito a los consumidores, pero éstos terminan por endeudarse más allá de sus posibilidades y restringen sus compras. Las explicaciones keynesiana y hayekiana sobre la crisis no son tan diferentes: en ambas el sobrendeudamiento desempeña un papel central. Pero las conclusiones a las que apuntan son distintas.

Para Hayek la recuperación requiere la liquidación de las inversiones excesivas y un aumento del ahorro de los consumidores, para Keynes consiste en reducir la propensión al ahorro y aumentar el consumo a fin de mantener las expectativas de utilidades de las empresas. Hayek exige más austeridad mientras que Keynes exige más gasto.

Keynes formuló la puntilla: si todo el mundo –hogares, empresas y gobiernos– aumentaran su ahorro al mismo tiempo, la actividad de la economía se contraería hasta que todos (o casi) se habrían vuelto tan pobres como incapaces de ahorrar. Esto es claro: en una economía de mercado los gastos de unos son los ingresos de otros. A mayor gasto mayor ingreso, con el límite que impone la capacidad productiva efectiva.

Sí, el costo para muchos gobiernos de rescatar a los bancos y mantener sus economías a flote frente al colapso de la economía, dañó su capacidad crediticia. Pero se reconoce cada vez más que la austeridad del sector público en un momento de débil gasto del sector privado garantiza años de estancamiento, si no es que un colapso más profundo.

Así que el pasado martes los estadunidenses, ignorantes de lo que estaba en juego, hubieron de votar, sin saberlo, digámoslo simplificadamente, por Obama/Keynes, o por Romney/Hayek.

Para evitar nuevas crisis de la misma gravedad en el futuro, los keynesianos propondrían el fortalecimiento de las herramientas de gestión macroeconómica. Los hayekianos no tienen nada sensato que aportar, escribe Skidelsky.

El drama es que aun habiendo vencido Obama, la mayoría de la Cámara de Representantes fue ganada por los republicanos. Parece que algunos de sus prohombres perciben que el elefante republicano basculó en exceso hasta el adocenado Tea Party, y por eso perdieron la presidencia; hay, acaso, una rendija por la que Obama puede negociar un programa no prototípicamente neoliberal. La ideología tea party debe ser puesta en la reserva de los zafios; así, habría algunas esperanzas, de corto plazo, de que los años de crisis que nos quedan (vaya usted a saber cuántos) serán menos severos que si hubiera vencido Romney.

Desde los marxistas hay una explicación distinta de la crisis; las izquierdas genuinas, por un lapso indefinido, no pueden aspirar a crear nada más allá que un Estado de bienestar, en versión siglo XXI en una economía globalizada. Un gran reto desarrollar esta tesis. Al tiempo que se hace preciso desenterrar a Gramsci.