l eje de cualquier acción pública –y no sólo gubernamental– en el momento actual está determinado por la respuesta a la siguiente pregunta: ¿cómo se restablece la paz y la seguridad a la que todos los habitantes de este país tenemos derecho? Más que un tema de seguridad pública es de seguridad humana en la amplia acepción que le ha dado Naciones Unidas.
El deterioro de la seguridad pública, los más de setenta mil muertos vinculados a la guerra contra el narco –me estremezco simplemente al mencionar la cifra que para muchos expertos es apenas una aproximación– no son sólo la consecuencia de pésimo diagnóstico y una todavía peor política instrumentada por el presidente Calderón. Es el producto más evidente de una forma de transición de un régimen autoritario a un régimen especial que mantiene fuertes rasgos de autoritarismo combinados con espacios desarticulados de relativa democracia.
Lo que ha ocurrido ha sido una consistente decadencia donde el centro político se desmadeja, una emancipación gradual y discontinua tanto de regiones como de franjas de la sociedad al tiempo que opera la colonización de ámbitos del aparato estatal y del territorio nacional por un sinúmero de poderes fácticos. En el festín de la decadencia todos quieren su pedazo.
La ausencia de capacidad conductora de las elites ha tenido una consecuencia perniciosa en la transición. La fragmentación social, la desarticulación orgánica, el fortalecimiento de poderes fácticos, la feudalización del federalismo, la desintegración del aparato estatal, el desprendimiento territorial de espacios en manos del crimen organizado o del desorganizado. Hay en esto una criminal irresponsabilidad de las elites políticas y económicas. El historiador inglés Timothy Garton Ash denominó para los países de la Europa comunista en los 80, la otomanización de las sociedades es decir, la emancipación a través de la decadencia. (The uses of adversity,1990)
La decadencia administrada de este régimen es consecuencia del fracaso en la construcción de coaliciones y acuerdos politicos incluyentes que pudieran haberse traducido en capacidad de conducir las pulsiones y las demandas básicas de los ciudadanos. Su resultado es una sistemática decadencia en áreas completas de la economía y la sociedad con pequeñas franjas dinámicas a manera de enclaves.
Tanto desde el mirador de la crisis de seguridad pública como desde la crisis de la política económica –que arroja desempleo, marginalidad y desigualdad– una conclusión aparece inescapable. La necesidad de reconstruir las instituciones pasa por recuperar para el Estado, es decir para el gobierno y la sociedad civil, los territorios.
Hablar de territorios es hablar de espacio público, es decir los ámbitos de confluencia frecuentemente tensa y crítica entre los ciudadanos organizados o no, y los poderes instituidos y fácticos. La enorme desigualdad en el país que se expresa en el terreno socio-económico, pero también en los ámbitos políticos y culturales configura una sociedad estamental donde el éxito de la gobernabilidad autoritaria se sustenta en una eficaz administración de los privilegios diferenciados por categoría social, cuyo propósito es impedir acciones colectivas articuladas. Así el capitalismo de compadritos
funciona sobre la base de patrimonialismo –manejo discrecional y diferenciado de los recursos públicos–, el corporativismo –encuadramiento de las organizaciones de masas a cambio de privilegios económicos y políticos distribuidos en las cúpulas y chorreados
en pequeñas cantidades a las bases–, y el clientelismo –pingües privilegios a cambio de adhesión política.
Recuperar el territorio requiere un esfuerzo articulado de fuerzas sociales y gobiernos desde las regiones mismas. ¿Cómo hacerlo si en el actual contexto todo confirma que las elites no entienden la gravedad de la situación?
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