os falsificadores de nuestra historia ignoran u omiten de sus análisis el contexto de nuestra historia y la base sobre la que se desarrolla. De ese modo, para calumniar a Juárez tienen que aislar a México del resto del mundo, ignorando que a mediados del siglo XIX, las naciones en que se había consolidado el capitalismo industrial sojuzgaron continentes enteros.
La potencia de esa expansión imperialista se debía en primer término al acelerado crecimiento fruto de la industrialización y a elementos que se desprendían de la industria, como los navíos acorazados, la artillería industrial y la carabina rayada, que superó totalmente a todas las armas de infantería precedentes y acabó con la época de los guerreros, para dar paso a la de los soldados: es decir, hombres preparados toda una vida para matar y morir, fueron barridos por jóvenes entrenados en seis meses.
Frente a este embate, un puñado de naciones no industriales trataron de mantener su independencia, muchas veces a costa de porciones de soberanía y territorio, como la enorme China, que aceptó humillantes condiciones y cedió sus mejores puertos a los extranjeros. Los reyes de Siam, los tártaros y kirguices, los malayos y maharatos cayeron tras heroica resistencia. Etiopía se mantuvo como único enclave independiente en África, a costa de lo que hoy nos parecerían humillaciones inauditas y las jóvenes naciones hispanoamericanas lograron mantenerse independientes a costa de sacrificios, mutilaciones y concesiones.
Si uno estudia aisladamente la historia de cualquiera de nuestras naciones, imaginándolas relativamente equivalentes a las potencias, sus hombres parecen pusilánimes o traidores con nulo sentimiento nacional; su destino, enteramente dictado por las potencias. Por ello, en toda América Latina han surgido corrientes historiográficas que, al estudiar la historia fuera de contexto, sólo ven un desfile de indignidades y traiciones.
De ahí surgen las acusaciones de traidor a la patria contra Juárez: sus enemigos omiten que el Tratado MacLane-Ocampo se firmó bajo directa amenaza estadunidense, que pretendían arrebatarnos Sonora, Sinaloa, Baja California y el istmo de Tehuantepec; cuando también España metía su nariz en nuestros asuntos y Francia amenazaba hacerlo. Olvidan que, aunque nunca tuvo vigencia gracias a la astucia de Ocampo, los liberales aprendieron a no arriesgar de esa manera la soberanía y no volvieron a firmar un documento así, aunque hubo presiones parecidas en 1861-1862 y 1865-1866. Olvidan que sólo fueron eso: negociaciones con potencias amenazantes, nunca hechos positivos.
Por otro lado, los historiadores que no miran la base material sobre la que se toman las decisiones sólo ven, por ejemplo, el mapa del imperio de Iturbide y sueñan que pudimos ser potencia, sin advertir la fabulosa patraña que nos contaron sobre el mito de la legendaria riqueza de México. No advierten que nuestro país inició su vida independiente aislado del resto del mundo, con su casi única industria de exportación (la plata) en completa bancarrota, sin instituciones políticas ni movilidad social y bajo amenaza abierta de España y pronto de otras potencias. Ignoran que nuestro país tenía una densidad de población de menos de dos habitantes por kilómetro cuadrado, un analfabetismo de 90 por ciento, una esperanza de vida de 24 años y una tasa de mortalidad infantil pavorosa. Ignoran que México carecía por completo de vías naturales de comunicación, tenía muy pocas tierras agrícolas de primera calidad y hacia 1850, ningún elemento que le permitiera industrializarse (todos nuestros estudios de geografía económica comparada coinciden en lo aquí expuesto, que sonará raro a los lectores: léase a Cosío Villegas, A. Bassols, M. Bataillon o Bernardo García).
Al sólo mirar la política y las ideas, como si estas ocurrieran en el vacío, estos historiadores atribuyen únicamente a nuestra mala organización, a la falta de sentimiento de nación y, por supuesto, a las grandes traiciones del partido liberal (o del partido santaanista-conservador, en la versión opuesta y paralela), la pérdida de más de la mitad del territorio nacional entre 1836 y 1853 y la fragilidad institucional que hizo posibles las amenazas, intervenciones y agresiones de las potencias.
No, señores: lo sorprendente es que en esas condiciones, con los elementos que tenían, entre 1854 y 1867 el grupo liberal que tomó el timón de la patria y obtuvo el respaldo de importantes sectores de la población, la haya llevado a buen puerto. Lo extraordinario es que hayan construido la nación y afirmado su soberanía. Si tenemos patria, si podemos llamarnos mexicanos, se lo debemos a ellos, tanto como a los insurgentes.