Luego de varios años como basquetbolista profesional en Asia y Europa, Natalie Diaz regresó al desierto de Mojave, de donde es originaria, como miembro de la comunidad india de Río Gila. Se graduó en Letras y actualmente radica en Mojave Valley, Arizona, donde dirige un programa de revitalización de su idioma en la reservación Fort Mojave, con los mayores del lugar.
Con una brillante colección de poemas brutales y despiadados, no exentos de humor, sensualidad y costumbrismo postmoderno, Diaz irrumpe como una de las poetas más interesantes de la literatura indígena actual. When My Brother Was an Aztec (Copper Canyon Press, Port Townsend, Washington, 2012) revela cómo va la vida en esa tierra ajena que es la suya, de su gente, donde todo los expulsa sin piedad. Lo hace a través del drama familiar que protagonizan un hermano veterano de la guerra afgana, adicto a las metanfetaminas y el extravío sexual, y sus padres amorosos y triturados. Como fondo, la desesperación de los mojave aprisionados en la reservación de su destino. Una rabia formidable y conmovida convierte a la poeta en un dique de dignidad y sobrevivencia.
Cuando mi hermano
era un Azteca
vivía en el sótano y sacrificaba a mis padres
cada mañana. Algo espantoso. Imperdonable.
Pero ellos volvían por más. Lo amaban, era cuanto podían decir.
Todo comenzó con él rebotando por la Avenida de los Muertos,
mis padres caminando detrás como efigies en una procesión,
él podía arder sobre el piso en cualquier momento. Ellos no sabían
qué mas hacer salvo estar ahí para recogerlo cuando muriera.
Olvidaron quién estaba muriendo, quién estaba ya muerto. Mi hermano
dejó de ponerse la camisa cuando un carnaval de mujeres de pechos sucios
lo convirtió en su líder, siguiéndolo arriba y abajo de las escaleras.
Eran acróbatas, ondulaban, sacudiéndose como serpientes. Lo alimentaban
con diamantes molidos y fuego. Él devoraba sus regalos. Mis padres
le suplicaban que les arrancara los ojos. Él se creyó
Huitzilopochtli, un dios, mitad hombre, mitad colibrí. Mis padres
a sus pies, eran rotos chupadores de miel. Él les acercó su boca como espada,
los engulló, sacándoles el color hasta que las cejas les quedaron blancas.
Mi hermano los estrujó y descuartizó en el altar de sus celebraciones,
agitó en los puños sus corazones temblorosos,
mientras perros pulguientos corrían arriba y abajo de las escaleras lamiéndose el culo,
tirándose mordiscos. Los vecinos se sorprendían de que los corazones de mis padres
volvieran a crecer. Decía mucho de mis padres, o de los corazones de los padres.
Mi hermano los sumergió en cenotes, los tiró de los acantilados,
agujereó sus cráneos como vasos o jarras inservibles que fueran,
los despedazó para alimentar a los dioses que gobernaban
los coños de rata de las putas picadas de viruela
abriéndose de piernas en casas colgantes sin luz. Dormía
con la ropa oliendo a durazno podrido y cerillos, se enamoró
de las cucharas burbujeantes con las que lo alimentaban las mujeres-perro. Mis padres
perdieron el apetito de comida y de hijos. Como todos los reyes malvados, mi hermano,
el Azteca, llevaba una corona, una gorra de béisbol puesta hacia atrás
con la bandera de México bordada. Cuando la usaba
en el patio de la casa, que consideraba su Zócalo personal,
su rebaño sabía que él tenía el poder ese día, que poseía todas las joyas
que un monarca puede comer, fumar o inyectarse. Las esclavas
se aproximaban a la cerca y comían de su mano. Les daba para su maiz
por entre los eslabones de sus cadenas. Mis padres miraban desde la ventana,
lloraban de ver su casa convertida en un zoológico, y era su hijo el que estaba
encerrado en una jaula oxidada. El Azteca encontró su corte en un matorral
al otro lado de la calle, entre pavorreales. Mis padres cruzaban los dedos
para que no volviera, le ponían veladoras
para que sí. Siempre regresaba con plumas de jade y turquesa,
oliendo a la mierda de los pavorreales. Mis padres levantaban
lo que él dejó de sus cuerpos, intentaban sostenerse sin piernas,
eludir sus golpes con brazos ausentes, buscándose los dedos
para juntarlos y rezar, para salir de cualquier vientre negro al que mi hermano,
el Azteca, los hubiese arrojado.
Por qué no hablo de flores cuando las conversaciones
con mi hermano alcanzan incómodos silencios
Perdónenme guerras distantes, por traer
flores a la casa.
Wislawa Szymborska
En las montañas de Cachemira
mi hermano mató muchos hombres,
voló cráneos debajo de pieles oscuras
tiñó el blanco desierto de rojo carmesí.
¿Qué se le puede decir a un hombre
que atravesó un mundo así
donde sus manos y sus ojos
lo traicionaron?
¿Había flores allá?
le pregunté.
Esto me dijo:
En una aldea, muchos hombres
envolvieron a una mujer en una sábana.
Ella no opuso resistencia.
Le arrastraron los pies descalzos por el suelo.
La acostaron sobre el camino
y la lapidaron.
El primero fue el padre.
Arrojó dos piedras al hilo.
En el trayecto su hermano
se había llenado las bolsas con piedras.
La multitud reunida
era un enjambre alborotado. La lluvia
de rocas contra su cuerpo
ahogó los gemidos de la mujer.
Manchas de sangre en la sábana,
un ramo de violetas,
cien rosales en flor.
(Traducción: HB) |