Opinión
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Ausencia del Estado
N

o son muy frecuentes declaraciones tan francas como las pronunciadas por el embajador de Suiza, Rudolf Knoblauch, durante el Encuentro Internacional de Defensorías: la protección de los derechos de las personas migrantes en México y Centroamérica. (La Jornada, 6/11/12). En dicha ocasión, el diplomático señaló que debido a una grave ausencia del Estado, los migrantes que se internan en nuestro país son sometidos a los peores chantajes de los grupos criminales, que logran quitarles hasta la dignidad, cuando no la vida.

La alusión a la ausencia del Estado sólo puede entenderse en el contexto del fracaso de la estrategia del gobierno saliente para ganar la llamada guerra contra el crimen organizado, la cual comenzó formalmente el 7 de marzo de 2007, fecha en la cual el Ejecutivo presentó la Estrategia integral para la prevención del delito y combate a la delincuencia, cuyo primer objetivo declarado no era otro que restablecer el sentido original de la función de seguridad pública del Estado.

En aquel planteamiento primigenio se reconoce que el país perdió los espacios públicos y se intenta describir la situación existente invocando la desintegración comunitaria, la desconfianza ciudadana hacia las autoridades, el incremento del consumo de drogas ilícitas y la ausencia de los valores cívicos”. Sin embargo, cinco años después y más de 50 mil muertos por delante, el resultado no puede ser más desalentador: la recuperación de algunas plazas, así como la defenestración de las bandas en un proceso de violencia ininterrumpida no restablecieron la seguridad pública, pero tampoco resolvieron el problema de la ausencia del Estado que es, en definitiva, el peor de los efectos negativo de las políticas puestas en práctica bajo la presidencia de Calderón.

La fe ciega en la aplicación de la fuerza armada a gran escala resultó ser una peligrosa ilusión, pues no erradicó los delitos de sangre ni contuvo la extensión de la delincuencia rampante ni puso a salvo la integridad de las corporaciones castrenses, que también han pagado un alto precio por su involucramiento en acciones permanentes no previstas por la Constitución. El Estado, así, se redujo a la presencia militar o policiaca, y la paz social a un tema de lucha entre buenos y malos, desconectado del resto de la agenda nacional. El recuento atroz de las víctimas se registró como si fueran obra de una peste inevitable y no resultado de la intervención de fuerzas sociales irreductibles a cierto marco general de referencia compartible. No es la delincuencia la que crea ese supuesto vacío, sino que es el desmadejamiento, vale decir la previa falta del Estado, la que permite recrear las condiciones para que la delincuencia se apropie de territorios públicos e instituciones, atreviéndose a cuestionar el imaginario dominante ya agotado desde antes de la irrupción de la criminalidad. Y no se trata únicamente de constatar de entre las causas la verificable desigualdad que arroja a capas enteras de jóvenes a la marginalidad, sino de la quiebra de la cohesión social propiciada por los momentos de crisis del sistema, pero también por sus épocas de ascenso, cuando la polarización entre la cúspide y la base más depauperada avanza a pasos de gigante gracias al cambio en el reparto de poderes y el cambio de mentalidades que la ideología más individualista propicia en un entorno de pobreza, injusticia y pérdida de las esperanzas.

La ausencia del Estado mencionada por el embajador suizo no sólo se refiere, pues, a la inexistencia de instancias de servicio a los migrantes durante su paso por el territorio nacional, sino a algo más profundo y perturbador, vinculado a la degeneración de las instituciones que debían, justamente, asegurar la convivencia civilizada y la solución de los conflictos en el marco de la ley. La experiencia directa de los que tienen el valor (y la desgracia) de caminar la ruta hacia el norte no es la del simple abandono del Instituto Nacional de Migración, que los deja al garete ante cualquier atropello, sino la de la complicidad entre la autoridad formal (de cualquier nivel) y las gavillas que ejercen el poder real entre frontera y frontera.

Como expresó el embajador Rudolf Knoblauch, las autoridades locales no sienten el peso de posibles sanciones, porque en la mayoría de los casos no las hay. Y las federales –añado– ni siquiera se hacen cargo. En definitiva, allí donde la impunidad se convierte en la norma, no hay vacío, sino una forma del poder contraria a los fines del Estado moderno, constitucional. No es un simple hueco que pueda llenarse aplicando la fuerza, sino la expresión de la debilidad del orden político en su conjunto para vivir en el marco de la ley que todos sus prohombres han jurado respetar.

Al comienzo del sexenio que termina, el Presidente buscó en el combate al crimen organizado una manera de adquirir legitimidad, luego de los desastrosos resultados de 2006, pero no fue capaz de comprender ese intrincado nudo de intereses y conflictos que marcan a la sociedad contemporánea. Lejos de adoptar el programa de reformas que permitirían renovar en los hechos el pacto social, las políticas públicas del panismo se cebaron en la idea de profundizar el modelo que había sentado las bases de la inconformidad y la desconfianza ciudadanas.

La pretensión de configurar un Estado homologable al dictado del Consenso de Washington convirtió los avances democráticos en una cortina de humo para tapar el hecho esencial: la paulatina translación de poder del Estado a los grupos particulares con vocación hegemónica, los cuales, dada la descomposición derivada de la alternancia sin objetivos, aún sueñan con un gobierno fuerte, pero manipulable en todo aquello que concierne a sus intereses.

La ausencia de Estado no se resuelve tampoco con un gobierno eficaz, si por ello se entiende alguna variante del viejo presidencialismo remozado por un baño electoral. Lo que a México le urge es un Estado fuerte por la naturaleza de las fuerzas que lo sostienen, por el compromiso de convertir en hechos las promesas de la ley, por el reconocimiento de los principios de solidaridad como fundamento de las relaciones sociales y el derecho, por la voluntad de ser y estar en el mundo moderno sin declinar las aspiraciones nacionales mayoritarias.