l historiador Alberto del Castillo Troncoso, agudo e inteligente conocedor de la fotografía mexicana del siglo XX, es el autor del libro Rodrigo Moya, una mirada documental, editado bajo el sello de Ediciones El Milagro, el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM y La Jornada. En rigor, la publicación de esta obra prosigue el rescate pleno de la aportación de Moya al ámbito del fotoperiodismo iniciada con la aparición de Rodrigo Moya. insurrecta, prologada por Carlos Montemayor y realzada con los ensayos de Alfonso Morales y Juan Manuel Aurrecochea. A renovar ese interés contribuyeron la participación del autor en algunas exposiciones personales y colectivas, así como la curiosidad profesional de estudiosos como Rosa Casanova, Alejandro Castellanos y Miguel Fematt, también citados por Del Castillo. No menos importante ha sido la catalogación preliminar del archivo fotográfico de Rodrigo Moya, que incluye toda la temática del autor y ya está en una edición de Conaculta. En Mirada, Del Castillo relata y estudia el fotorreportaje en su intimidad editorial, es decir, resalta la mirada documental de Moya desde sus años de aprendizaje hasta la plena madurez que, paradójicamente, coincide con su decisión de retirarse del periodismo (1967), aunque jamás abandonaría la cámara para recrear su propio universo. Por las páginas del libro se reconstruye el camino recorrido para crear lo que Del Castillo llama un fotoperiodismo crítico, surgido en el contexto de cerrazón e hipocresía informativa de la época (1955-1967) y cuyos resultados permanecen en los más de un centenar de reportajes o secuencias gráficas publicados, cuyos materiales (no todos sobrevivieron) se resguardan en los archivos de Moya, visitados libremente por Del Castillo para darnos una visión que, sin ser exhaustiva, nos permite asomarnos con provecho al diverso mundo temático del fotógrafo, siguiendo una ruta clarificadora.
Desde mi particular perspectiva personal, que no es ni la del historiador ni la del estudioso de la gráfica, la mirada documental de Moya me suscita esa sensación de melancolía que sólo puede evocar una fotografía que inadvertidamente ya teníamos grabada en la memoria. El recuerdo, en este caso, se identifica o coincide con la imagen: es una constatación, más que un descubrimiento. Gracias a los reportajes de Moya, muchos de ellos unidos a textos extraordinarios, como el de Víctor Rico Galán en Ciudad Madera tras la matanza de los guerrilleros, nos llegan las luces lejanas de estrellas que siguen latentes: allí está Othón Salazar ganando la batalla a los charros desde Lecumberri, las ominosas figuras de la secreta golpeando a los maestros, los estudiantes trepados sobre los camiones tomados para impedir el alza de tarifas en el 58, las primeras manifestaciones por Cuba y Vietnam, la galería de personajes que pueblan la ciudad en los albores del llamado desarrollo estabilizador, anclado en la desigualdad pero envuelto en la unidad nacional y confiado en la expansión de las clases medias que luego en el 68 se cobrarían juntas las afrentas de la modernidad sin democracia.
En tanto reportero gráfico, Moya registra y a la vez crea dicha realidad conforme al código personal que lo identifica tras la cámara, pero al hacerlo nos propone realizar un recorrido que no se detiene en la contemplación del objeto, sea éste el teatro, la ciudad y sus monumentos, el paisaje, los trabajos o los personajes que la habitan, sino que aspira a dar cuenta de esa otra historia oculta bajo el presente, la cual avanza por una cauce paralelo, a veces invisible u oscurecido bajo la luminosidad del México oficial de la segunda mitad del siglo XX. Sin arrebatos folclóricos, Moya nos propone descubrir un mundo mexicano cuya sola existencia, más allá de toda pretensión pedagógica o ejemplarizante, es por fuerza subversiva, gracias a su carácter envolvente
, compartida y compartible como lenguaje y significado.
Al respecto, Rodrigo señala en el Catálogo temático preliminar (Conaculta, 2008) que de la centena de reportajes publicados, él recuerda con especial aprecio los referentes al movimiento estudiantil y al Movimiento Revolucionario del Magisterio, ambos de 1958, que fueron censurados cuando se desató la represión
, así como el dedicado a los recolectores de ixtle y candelilla. “Pero los más importantes para mí estuvieron ligados a las luchas revolucionarias en Guatemala, Venezuela, Panamá, República Dominicana en plena invasión norteamericana, y Cuba en 1964”, cuando Moya hizo una serie de extraordinarios retratos al Che Guevara. Y tiene razón, pues si bien hay motivos suficientes para destacar, por ejemplo, los retratos de Siqueiros y una galería completa de celebridades de la cultura o la política, la narración visual de los entierros de Diego y Goitia, como ejemplos pertenecientes a un orden creativo de excelencia, son estos grandes temas los que fijan y en cierto modo construyen el imaginario colectivo de la izquierda mexicana y latinoamericana durante los años 60. Para sus contemporáneos (entre quienes por fortuna aún me hallo), las fotografías en blanco y negro de Moya publicadas en la revista Sucesos, trabajadas a golpes de luz en la penumbra de la selva guatemalteca o venezolana, revelaron y fijaron la idea del foco guerrillero, le dieron vida a la noción del hombre nuevo
, ese arquetipo que nos mira despreocupado desde la falsa tranquilidad de la sierra Falcón, donde Moya va a parar en busca del Che, que ya estaba en ruta hacia su final en Bolivia. Vistas más de cuatro décadas después, las imágenes resultan más hermosas y utópicas que nunca, pero también más elocuentes respecto de los peligros inmanentes de la guerrilla en el enfrentamiento desigual contra el orden imperial. El episodio del fusilamiento de San Jorge, en 1966, como bien lo señala Del Castillo, trazaría una frontera entre el periodismo y la propaganda, cabe decir entre la responsabilidad del periodista, su fidelidad a una causa y la subordinación de los fines a la manipulación de los medios. Termino. Las reflexiones de Alberto del Castillo, así como la lectura acuciosa de las notas a pie de página ayudan a comprender mejor el sentido de la aportación de Moya, el militante. Vale la pena.