ue las las reformas-que-el país-necesita
se pueden llevar a cabo como en los 90 es una idea cuyo tiempo ya pasó. Justamente la confesión nunca dicha del Consenso de Washington era que para implantar esas reformas se necesitaba de dictaduras militares o de gobiernos autoritarios o de estados fuertes en términos de legitimidad. Hay que ver los problemas en Europa o aquí con la llamada reforma laboral.
No que no sean importantes los mercados de trabajo, pero con una informalidad que alcanza 28.7 por ciento y una subocupación de 8.3, según datos del Inegi o que alcanza 28 millones con la definición de informalidad de la OIT (ver artículos de Jaime Ros y Norma Samaniego en Hacia un nuevo curso de desarrollo, UNAM, 2012) parecería más acertado pensar en una reforma que abarque el conjunto del marco jurídico y vinculada con la protección social universal como sugieren los autores del trabajo colectivo citado.
No que no sea importante discutir la necesidad de una reforma energética, pero antes de pensar en abrir Pemex al sector privado, habría que hacer de ésta una verdadera empresa pública, es decir, revisar el régimen fiscal expropiatorio al que está sujeta, precisar y diferenciar sus relaciones con el sindicato petrolero y sanearla internamente de las muy diversas formas de corrupción al que se ve sujeta.
Y para entrar a la reforma crucial, que es la fiscal, habría que analizar los privilegios fiscales y entrar a la discusión de la progresividad de los impuestos y de la revisión del gasto público.
La idea de las reformas estructurales está desfasada por lo que presupone. Presupone un consenso prexistente. Supone una lectura del contexto internacional. Supone fortaleza en las intervenciones del Estado.
20 años después del punto álgido de las reformas estructurales, la construcción de consensos requiere un enorme esfuerzo de negociación política y una profunda y deliberada reconstrucción institucional. Implica entender la diferencia entre un contexto internacional acicateado por los inicios de la globalización y por el triunfo del capitalismo sobre el socialismo real; y otro contexto, el actual, donde la crisis cuestiona el proceso mismo de globalización y el tipo de capitalismo financiero que ha establecido su hegemonía, donde las prácticas neo-proteccionistas se multiplican, el prestigio de los tecnócratas reformistas está cuestionado por decir lo menos y la gente, de las clases medias para abajo anda en las calles protestando.
La gran paradoja del momento actual es que en términos de los centros financieros internacionales y sus órganos de producción intelectual se sigue promulgando mercados autorregulados, pero se prescriben mayores intervenciones estatales. Lo cual aclara lo que siempre se objetó: el intervencionismo estatal para todos. Pero no para unos cuantos como terminó ocurriendo.
En ninguna parte están más claras las opciones de hoy que en las elecciones en Estado Unidos. Una opción que quiere hacer más ricos a los ricos –y se puede disfrazar de conservadurismo benevolente en los debates televisivos. La otra opción, la de Obama a pesar de sus indecisiones y ambigüedades sabe que la misma desarticulación social en Estados Unidos exige una intervencionismo a favor de la mayoría de la población. Todo esto se da en medio de tendencias incipientes que apuntan a una recuperación económica de Estados Unidos, un estancamiento prolongado europeo y una reducción del crecimiento en China que afectará grandemente a los países sudamericanos exportadores de materias primas. Pero en todas partes afloran fuertes tendencias proteccionistas.
Por todo lo anterior se me ocurre exclamar con Karl Polanyi –aunque él se refería a otro momento– que ninguna interpretación errónea del pasado ha sido más profética del futuro
. Por cierto que Polanyi –y su La gran transformación– debería estar de moda nuevamente.
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