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La olla de los frijoles en
la vida chihuahuense
Jesús Vargas Valdez Historiador Nací en Parral, Chihuahua, en la medianía del siglo pasado, y formé parte de una familia de 12 hermanos: siete hombres y cinco mujeres. Mi padre, Marcelino Vargas, sostuvo a su mujer y a su primer hijo con la fragua, hasta que consiguió “boleta” para la mina, y más o menos desde 1935 hasta el último día que pudo trabajar combinó su trabajo de asalariado con el oficio de herrero que ejercía en un pequeño taller instalado muy cerca de su casa. Mi madre, Obertina Valdez, era dos años menor que Marcelino y había estudiado la primaria básica en el mismo lugar. La casa familiar constaba de tres cuartos de adobe que tenían su frente en línea mirando al sur. En el primero estaba la puerta que daba acceso a una cocina muy sencilla, en la que resaltaba una antigua estufa de leña con gabinete, que siempre fue el orgullo de Obertina. En la memoria de la gente lo que más se conserva y de lo que más se habla es de la comida. Al recordar lo que se comía cotidianamente en casa de los Vargas, pienso que era más o menos lo mismo que lo de todas las familias de los mineros de Parral: en las mañanas avena, frijoles, huevo, maicena y a veces arroz con leche; a mediodía, frijoles, tortillas de maíz, cocido de res, sopa de fideo, arroz, etcétera, y; en la tarde, tortillas de harina y frijoles. En las ocasiones especiales se preparaban tamales y se cocinaban platillos más elaborados con carne de res, de pescado o de pollo, complementados con chile colorado, chile pasado o chilaca. Reduciendo a su mínima expresión la cocina de mi casa y quizá la de todas las cocinas de minero, lo que no podía faltar en ningún momento era el jarro o la cacerola de frijoles. En la casa de los Vargas estaba prohibido entrar a los cuartos después de que se tendían las camas, solamente se nos permitía entrar a la cocina a tomar agua o a servirnos frijoles en taco o en la cazuela, y esto lo podíamos hacer cuantas veces fuera necesario; en tiempos de vacaciones todo era juego y ejercicio en los callejones o en el río, que pasaba muy cerca de la casa, de tal manera que se tenía que preparar doble ración de frijoles porque cada uno de los chiquillos hacia varios viajes a la cocina.
Aquí tengo que hacer un paréntesis para sugerir que la universalidad del maíz no aplicaba en estas tierras de la misma manera que en otras regiones de México; en mi casa y quizá en todas las casas modestas podían faltar las tortillas de maíz pero nunca los frijoles. Y otra cosa, las tortillas de maíz tenían más o menos el mismo sabor en cualquier casa, pero los frijoles de cada casa eran diferentes. Desde que me he interesado por la cocina de Chihuahua ando pensando y preguntado, ¿por qué los frijoles de cada casa son diferentes? Algunas claves que he tomado en cuenta para responder esta pregunta son las siguientes: –El tipo de frijol es determinante en el sabor. No es lo mismo el de riego que el de temporal. Cuando yo era niño, casi toda la producción de Chihuahua era de temporal, y recuerdo que se vendían en las tiendas bayo rata, ojo de cabra y mantequilla. Actualmente predomina el frijol de riego y desde hace varios años nos invaden el mercado con frijol “americano”. En los primeros años de la década de los 70s, cuando recién nos casamos Marcela Frías y yo, vivimos en Durango y allá conocimos un frijol que nos gustó mucho, era muy claro con manchitas rojas y cuando se cocía pintaba casi rojo, se le conocía como frijol “japonés”. –Tiene mucho que ver la preparación. Regularmente se dejan remojar durante la noche para que se ablanden, el tiempo de remojo puede influir en el sabor, pero más todavía la acción de cambiar o no el agua en que se remojaron. Algo influye también el tipo de recipiente en que se cuecen: barro, peltre, aluminio, y todavía cambia más el sabor en la olla express. –Lo que se agrega durante la cocción es determinante. En muchas casas se acostumbra una cebolla, algunos dientes de ajo o una cabeza completa, pero también se sigue recurriendo a la costumbre ranchera de añadir una buena cucharada de manteca de puerco a la hora de poner el jarro en la lumbre o bien un trozo de paleta o de pierna de cerdo. Como quiera que sea, el jarro se tiene que estar cuidando para que no se quede sin agua, porque por poco que se quemen los frijoles se hacen incomibles y no hay ningún remedio para componerlos.
Respecto al sabor de los frijoles en casas ajenas, conservo algunos recuerdos: Herminia era una comadre de mi mamá que servía los frijoles caldosos recién salidos de la olla, pero esa familia acostumbraba exprimirle una mitad de limón. Allí fue donde probé por primera vez esta forma de comer los frijoles y desde entonces se me quedó esa costumbre. Muchos años después mejoré la receta complementándolos con cebolla, tomate y cilantro, todo muy bien picadito. Recuerdo que mi madre nos llevaba en algunas tardes a la casa de su cuñada María Santiesteban, que vivía en el barrio La Peña, lugar que a mí me parecía muy retirado y donde casi siempre se nos hacía de noche. El mayor atractivo de esas visitas eran los frijoles que tenían un sabor único a pesar de que no tenían nada diferente a los que se hacían en mi casa. En 1971, cuando Marcela y yo andábamos “haciendo la revolución”, fuimos a dar al ejido El Potrero donde temporalmente nos hicimos cargo de la escuelita primaria. El comisario Plutarco Ramírez nos invitaba de vez en cuando a cenar en su casa y a Marcela nunca se le ha olvidado el sabor de aquellos frijoles graneados, acompañados del caldito de una lata de chile curtido. En Torreón de Cañas, doña Brígida Contreras nos invitaba unos desayunos que nunca hemos vuelto a saborear. Los frijoles que ella preparaba eran “machucados”, guisados en manteca de puerco y “maneados” con queso ranchero; nunca se nos ocurrió preguntarle qué les agregaba cuando los cocía, pero tenían un sabor fuerte, imponente; de por sí la combinación de frijoles con queso ranchero es un manjar. Pero no era todo, doña Brígida preparaba una salsa o pasta en la que sólo utilizaba chile chilaca; me tocó verla cómo exprimía los trozos de chilaca con sus hermosas manos, hasta que los convertía en una especie de pasta que se comía en taco de tortilla de maíz. Los frijoles “machucados” como los que preparaba doña Brígida representan otra gama de sabores, y en esto de los ejemplos podría continuar con la lista pero no serviría de nada porque a final de cuentas, enteros o machucados, en todas las casas se cocinan casi de la misma manera y se utilizan los mismos ingredientes, y no me queda más que proponer algo casi metafísico pero efectivo para responder la pregunta: el sabor de los frijoles de cada casa y en general todos los sabores de una cocina, los transmite el amor, la bondad, la generosidad, la devoción, el gusto, los deseos de halagar a la hora que la mujer de la casa prepara y sirve en la mesa sus platillos. Respecto a las formas en que se combinan los frijoles, las posibilidades son infinitas y sólo voy a incluir algunos ejemplos, empezando por lo más cercano: Obertina acostumbraba combinar los frijoles enteros con acelgas, espinacas o verdolagas. Después Marcela agregó una receta combinándolos con las hojas de betabel. El procedimiento es el mismo en estos casos: se pica cebolla, tomate y ajo, se sazona y luego se agregan las hojas cortadas de lo que se vaya a combinar y, por último, se agregan los frijoles guisados anticipadamente o directamente tomados del jarro. De vez en cuando Obertina ponía el sartén en la lumbre con una buena cantidad de manteca de puerco y, mientras se calentaba bien el sartén, separaba los frijoles del jarro, los escurría bien y los pasaba al sartén, moviéndolos constantemente hasta que los frijoles adquirían una apariencia rugosa; esos eran los frijoles “chinitos”. Cuando eran muchas bocas y pocos los frijoles en el jarro, Obertina tomaba varias tortillas de maíz, las cortaba en trozos y las guisaba con tomate, cebolla, incorporaba los frijoles y al último les agregaba cilantro bien picado. De vez en cuando preparaba un dulce de frijol en el que participábamos mis hermanos y yo. Nunca he vuelto a probar aquel riquísimo dulce. El frijol tenía que ser bayo y al cocerlo no se le agregaba nada, pero además no tenía que hacer mucho caldo. Después de que ya estaba cocido, nuestra tarea consistía en separar la cutícula de cada grano. Cuando ya estaban todos “encueraditos”, se machucaban muy bien y luego se ponían de nuevo en la lumbre pero con leche; se agregaba azúcar, vainilla y canela, y en todo este proceso no se deja de menear ni un instante porque se puede quemar (V. Marcela Frías Neve y Jesús Vargas Valdez, Cocina regional de Chihuahua). Una de las maneras más comunes de preparar los frijoles en los ranchos era utilizando la manteca de puerco, pero no era esa blanca y limpia que nos llega de Estados Unidos; era oscura y saturada de puntitos o residuos de chicharrón. Todavía más apreciado que la manteca eran las “horruras” de los chicharrones, que se obtenían cuando al terminar de sacar los chicharrones del cazo, el matancero colaba la manteca que había quedado en el fondo y separaba los asientos con un cedazo, guardándolos en botes para luego guisar los frijoles. Eso es lo que se denomina “horruras”. También se acostumbra en los ranchos preparar los frijoles con “cueritos” de puerco, pero de los que se conocen como chicharrón de pella. En algunas familias donde los recursos son muy modestos se acostumbra mezclar los frijoles enteros con el pozole, y aunque parezca rara esta combinación, podría considerarse que es una forma elemental de combinar los dos elementos fundamentales de la cocina mexicana. En el libro de Cocina regional de Chihuahua aparecen varias recetas que ya no se incluyen en este artículo por cuestión de espacio, pero las posibilidades de combinar los frijoles son infinitas.
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