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Guatemala El frijol en el imaginario
y la cotidianidad
Pablo Sigüenza Ramírez Libertad es una niña de cinco años cuyo papá terminó la carrera de agronomía pero no cultiva ni un rábano. Pero ella, desde que descubrió que de las semillas nacen plantas, se dedica a meter cuanta semilla encuentra en cualquier pedazo de tierra que se le pone enfrente. Su mayor cosecha hasta el momento han sido las vainas frijoleras de 11 matas que sembró en el arriate frente a su casa. Luego de dejarlas secar obtuvo un puñado de frijoles que guardó por mucho tiempo como un tesoro. La familia de Libertad, como la de cualquier niña en Guatemala, tiene fotos de cuando con frijoles colados la beba de dos años aprendió a comer con su propia mano: la cara, las manos, los brazos, el cuello y el pelo cubiertos de un espeso caldo de frijol. El frijol por estas tierras es base alimentaria junto al maíz; en las casas puede faltar la carne, el pollo, el pan, pero no las tortillas ni el frijol. Don Chilo, el bisabuelo de Libertad, un campesino que migró a la ciudad, sembraba maíz en un pedazo de tierra de barranco en la periferia de la Ciudad de Guatemala a inicios de mayo de cada año. Tres lunas después, en la base de la planta maicera sembraba frijol de enredo. En octubre llegaba la alegre cosecha de mazorcas y vainas, maíz y frijol, el dúo dinámico.
La comida de frijoles en casa de la abuela Ana era todo un ciclo ritual de sustento familiar. Una vez limpiado el frijol a granel y separado de basuras, tierra, piedras y gorgojos, era lavado y puesto a remojar al medio día, para que a mediana tarde iniciara su proceso de cocimiento en olla a presión de vapor con media cabeza de ajo. A las seis de la tarde éramos convocados a la mesa para tomar el puro caldo de frijol con arroz. Al día siguiente, desayuno y cena implicaban caldo de frijol con los frijoles enteros, a lo que llamamos acá frijoles parados. Un día después, a esos frijoles parados se les agregaba una buena cantidad de cebolla frita en aceite vegetal. Un día más tarde esos frijoles eran licuados y se servían con el nombre de frijoles colados. Y lo que quedaba al final de la semana se freía de nuevo, quitándole el exceso de agua, para obtener frijoles volteados. Cuando quería romperse la rutina, se les agregaba manteca de cerdo o chicharrones, causando placeres gastronómicos inolvidables. Frijoles toda la semana, todo el año. Queso o crema y agua de café endulzada para acompañar. Luego están los platos más sofisticados como los frijoles blancos con costilla de cerdo y los frijoles colorados con chicharrón. Y el favorito de Libertad: plátano maduro cocido, relleno de una mezcla de frijol negro y azúcar, los famosos rellenitos.
Se pude afirmar que Guatemala es autosuficiente en la producción frijolera, limitándose a importar pequeñas cantidades principalmente de México. El 94 por ciento del consumo de frijoles es producido en el país. Es tal la importancia del frijol en el imaginario alimentario guatemalteco que está presente como cultivo en miles de comunidades indígenas, las cuales conservan variedades criollas de distinto color, sabor, contenido proteico y tamaño. La supervivencia de estas variedades de frijol está ligada al reconocimiento y apoyo que como sociedad y gobiernos se de a la producción campesina de alimentos. Este hecho se relaciona con que maíz y frijol son, en realidad, base identitaria del ser guatemalteco, en contraposición al falso nacionalismo representado en un escudo nacional que llama a la guerra y un himno plagado de mentiras cantadas. Dinamarca La princesa y el frijol Hans Christian Andersen Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que no se contentaba sino con una princesa de verdad. De modo que se dedicó a buscarla por el mundo entero, aunque inútilmente, ya que a todas las que le presentaban les hallaba algún defecto. Princesas había muchas, pero nunca podía estar seguro de que lo fuesen de veras: siempre había en ellas algo que no acababa de estar bien. Así que regresó a casa lleno de sentimiento, pues ¡deseaba tanto una verdadera princesa! Cierta noche se desató una tormenta terrible. Menudeaban los rayos y los truenos y la lluvia caía a cántaros. ¡Aquello era espantoso! De pronto tocaron a la puerta de la ciudad, y el viejo rey fue a abrir en persona. En el umbral había una princesa. Pero, ¡santo cielo, cómo se había puesto con el mal tiempo y la lluvia! El agua le chorreaba por el pelo y las ropas, se le colaba en los zapatos y le volvía a salir por los talones. A pesar de esto, ella insistía en que era una princesa real y verdadera. “Bueno, eso lo sabremos muy pronto”, pensó la vieja reina. Y, sin decir una palabra, se fue a su cuarto, quitó toda la ropa de la cama y puso un frijol sobre el bastidor; luego colocó 20 colchones sobre el frijol, y encima de ellos 20 almohadones hechos con las plumas más suaves que uno pueda imaginarse. Allí tendría que dormir toda la noche la princesa. A la mañana siguiente le preguntaron cómo había dormido. “¡Oh, terriblemente mal!”, dijo la princesa. “Apenas pude cerrar los ojos en toda la noche. ¡Vaya usted a saber lo que había en esa cama! Me acosté sobre algo tan duro que amanecí llena de cardenales por todas partes. ¡Fue sencillamente horrible!” Oyendo esto, todos comprendieron enseguida que se trataba de una verdadera princesa, ya que había sentido el frijol nada menos que a través de los 20 colchones y los 20 almohadones. Sólo una princesa podía tener una piel tan delicada. Y así el príncipe se casó con ella, seguro de que la suya era toda una princesa. Y el frijol fue enviado a un museo, donde se le puede ver todavía, a no ser que alguien se lo haya robado. Vaya, éste sí que fue todo un cuento, ¿verdad? Colorín colorado, este cuento se ha acabado. |