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El comal le dijo a la olla
El del maíz y el frijol era un matrimonio feliz. En la milpa conyugal la legumbre trepadora se arrimaba al enhiesto tallo del cereal y a cambio mantenía húmedo el lecho y devolvía al suelo el nitrógeno que tanta falta le hace a la gramínea. Y ya en la mesa, el de la olla aportaba el triptófano que el del comal no tiene. Aunque no siempre se eran fieles: a veces el de vaina se daba sus escapadas subterráneas y se arrejuntaba con la papa o con la yuca, mientras que el de mazorca encontraba en el alegrador amaranto los aminoácidos faltantes. Y donde quiera ponían casa. Los frijoles, del latín phaseolus, también conocidos como fréjoles, fasoles, alubias, judías rojas, habichuelas, judihuelos, ibes o porotos son en México de cuatro especies: vulgaris, que es el más socorrido; coccineus, que es uno alto, grande y algo tardo conocido como ayocote, acutifolius, al que en el sureste llaman escomite, y el lunatus, que le dicen comba. Pero hay alrededor de siete mil variedades de frijol que, por lo mismo, casi en todos lados se aclimata. Claro, prefiere suelos de aluvión pero no le hace ascos a los arcillosos ni a los arenosos, y si bien le placen los climas templados si hace falta aguanta fríos y calores. El frijol sabe rico, pero además aporta una excelente proteína, que a diferencia de la de la carne no tiene colesterol; es abundante en fibra, útil contra el estreñimiento; y retrasa la absorción de los carbohidratos, lo que hace bien, por aquello de la glucosa. Por si fuera poco, tiene ácido fólico, tiamina y minerales de a montón: zinc, fósforo, magnesio, hierro, potasio... Se puede comer en grano o en vaina, que aquí llamamos ejote (exotl), y algunas variedades son muy forrajeras. Sus guisos son muchos y sabrosos, incluyendo algunos con ingredientes extranjeros avecindados de antiguo entre nosotros como el arroz, en los moros y cristianos, y el trigo, en las tortas compuestas. Por mucho tiempo, desde que los mesoamericanos lo domesticamos hace unos siete mil años, el frijol fue un cultivo acompañante, una siembra asociada o entreverada, que se completaba con otras. No sólo en la milpa y el fogón, también en la economía, porque a veces se le guarda como una especie de ahorro, algunos lo usan como medio de pago en trueque por diversos productos y entre los antiguos hacía las veces del dinero, igual que el cacao. Aunque no lo son, a las semillas del colorín, bien rojas y con uno o dos puntos negros, se les llama frijolitos y los viejos aguadores las empleaban para llevar la cuenta de las entregas. De modo que la costumbre de apostar granos de frijol cuando se juega baraja, viene posiblemente de su añeja asociación con el dinero. Muy chingón, muy chingón, pero cuando se separó del talludo cónyugue y demás contlapaches de la milpa, el frijol tronó como ejote. En menos de medio siglo la legumbre pasó de ser una siembra casi siempre asociada el maíz y de la que se cultivaban cientos de variedades criollas en las más diversas regiones y para consumo en gran medida local, a ser cultivo especializado e intensivo que se practica en zonas exclusivas, parte con riego, y empleando sólo algunas decenas de variedades, muchas de ellas mejoradas por el Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas (INIA), luego Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP), que requieren condiciones de clima y humedad adecuadas, además de semillas comerciales, fertilizantes y otros agroquímicos. Y esa fue su perdición. El gobierno fue quien convenció al maíz y al frijol de que se fueran cada uno por su lado. A la gramínea le recomendó que para no tener competencia empleara herbicidas, pero resulta que el frijol es una yerba… Y, pues, ya ni modo: te vas. En compensación, a la leguminosa le dio crédito, insumos y precios de garantía para que se estableciera por su cuenta. Incluso hubo un programa de Alianza para el Campo, llamado Kilo por Kilo, por el que al campesino le daban un kilo de semillas mejoradas por un kilo de las criollas que entregara. Y, claro, en vez del coloradito, el postillón, el garrapata, el aventurero, el breve y el bolita empezaron a cundir granos fifis pero exigentes y delicados como el azufrado 87, el negro 8025, el M38… De esta manera la leguminosa se volvió un cultivo de plano comercial cuyas cosechas estandarizadas ya no se venden en mercados locales y a consumidores con gustos particulares, sino a grandes compradores privados, a la Comisión Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) –mientras duró– y más recientemente a empresas sociales articuladas estatalmente en concentradoras. Así los zacatecanos, que prefieren los frijoles bayos o pintos, producen de los negros o prietos que se comen en el centro y sur del país. Y a lo mejor eso estaba bien, porque el país se urbanizaba y había que producir más frijoles para la gente de las ciudades. Mexicanos de banqueta que seguían comiéndolos con fe pues si bien no era posible que en cada departamento hubiera una tiznada olla de barro cubierta con una telita y llena de caldosos con epazote –entre otras cosas porque los que se conseguían en la Conasupo eran viejos y había que cocerlos por largas horas y para colmo con gas–, el guiso tradicional encontró un aliado providencial en la olla express, que vino a ahorrar tiempo y combustible. Pero si sobrevivieron a la urbanización, no les fue bien con el cambio de hábitos de consumo. Mudanza cultural por la que a finales de la pasada centuria los frijoles fueron progresivamente expulsados de la mesa popular y su lugar ocupado por la carne y la leche. De los presuntuosos decía el viejo refrán que “comen frijoles y eructan pollo”, pero en el último tercio del siglo XX ya no fue necesario aparentar, pues el pollo barato –frecuentemente de importación– sustituyó a los frijoles como fuente de proteína. Así para fines de los 80s menos de la mitad de los mexicanos comíamos frijol. Tendencia menguante que posiblemente está cambiando por el influjo en la clase media de una nueva y más sana cultura alimentaria y también por las indudables ventajas de los negros bayos y peruanos en presentación tetra pack. ¡Ojalá! La autonomización del frijol como cultivo especializado no tenía que ser por fuerza algo malo, sino fuera porque la producción comercial de estos rumbos tuvo que competir con grandes productores como Estados Unidos y Argentina, cuyos rendimientos de dos o tres toneladas por hectárea contrastan con la media tonelada promedio que se obtiene aquí. Por ello, pese al flete, el frijol importado resulta alrededor de 40 por ciento más barato que el local. También nos daña que la principal cosecha estadounidense sale entre agosto y octubre, antes que la mexicana, que se levanta entre septiembre y noviembre. Porque sigue siendo un básico, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) estableció cuotas progresivas a la importación de la leguminosa, pero en la práctica estas se rebasaron y hoy las compras foráneas al norte son libres. Más allá de la alegoría sobre el truene amoroso del maíz y el frijol, está el real drama de los campesinos que desde hace medio siglo fueron inducidos al monocultivo frijolero tecnificado, en áreas especializadas y con semillas mejoradas, para encontrarse con que, a diferencia de las criollas, las nuevas variedades eran muy susceptibles a las plagas y enfermedades y frágiles frente a los siniestros climáticos. Es verdad que con el nuevo paquete tecnológico los rendimientos eran más altos… pero también lo eran los costos, de modo que los productores locales no podían competir con el grano importado. A fines de los 90s del pasado siglo se agudizó la crisis de rentabilidad y muchos de los que cultivaban la legumbre en Zacatecas, Durango y Nayarit se sumaron a otros cientos de miles que por entonces migraban al gabacho, con lo cual lo de “frijoleros” pasa de orgullosa profesión a ofensivo mote. Desde los 90s la producción nacional de frijol se estancó, fluctuando en torno a un millón de toneladas anuales y hoy el 20 por ciento de los que comemos son importados. En cuanto a los productores comerciales de la leguminosa, de los 600 mil que llegaron a ser hoy quedan alrededor de 200 mil, de los cuales unos tres mil grandes cultivadores dominan el mercado. Como sucedió con el maíz, en el caso del frijol México pasó de ser moderadamente excedentario a francamente deficitario y, en el tránsito, los labriegos pasaron de milperos a frijoleros especializados a migrantes. Drástica mudanza por la que los sueños campesinos criaron gorgojo, se perdieron variedades de la leguminosa y el cultivo se concentró en unas cuantas regiones de Zacatecas, Durango, Chihuahua, Nayarit y Sonora donde los siniestros resultantes del cambio climático son crecientes y arrasadores… Aunque no somos como los frijoles viejos que al primer hervor se arrugan, el hecho es que, en lo que toca a los caldosos, estamos en la olla. |