Opinión
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El corazón de García Márquez
E

l 10 de diciembre de 1982 en una Suecia festiva a pesar del frío Gabriel García Márquez hizo uno de los más emotivos brindis dedicados a la poesía, la única prueba concreta de la existencia del hombre. Prueba que cualquiera reconoce a simple vista desde hace centurias pero que muy pocos han podido definir.

Se refirió a la poesía que le permitió al viejo Homero registrar el viento que hizo navegar las numerosas naves inventariadas en la Ilíada, o la que se encuentra en los tercetos de la Divina Comedia que condensaron esa fábrica alucinante que fue el medievo o la que escuchamos en la voz de Pablo Neruda, el grande, el más grande donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida.

Brindis, en fin, por esa energía secreta de la vida cotidiana que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

Gabo, según reportes de prensa, simplemente estaba feliz. Parecía vivir un segundo nacimiento en aquel 1982 que para él no inició el primer día de enero sino el jueves 21 de octubre a las seis de la mañana cuando su amigo Pierre Snorri le telefoneaba en su calidad de viceministro de Relaciones Exteriores de Suecia, para informarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura.

Esa es la razón por la que se encontrababa ese 10 de diciembre hablando de poesía en aquel país nórdico ante un público ávido de escuchar nuevos sortilegios de aquel mago tropical que como en el Génesis bíblico parecía destinado a nombrar las cosas por primera vez.

No es imposible que entonces, presionado por la curiosidad de miles de personas por conocer los orígenes de este escritor que parecía y parece más mago y poeta que novelista se obligara a recuperar del pasado a su abuelo, platero de oficio, que con sus historias trepidantes hiciera arder como pocos la imaginación del escritor siendo niño, como cuando lo llevó a conocer el hielo por primera vez o como cuando le contó una escalofriante matanza en las bananeras perpetrada por militares.

Si en 1967 Cien años de soledad lo había sacado de la semiclandestinidad de unos cuantos lectores agradecidos para convertirlo en un bestseller, 1982 coronaba el éxito de su carrera. Éxito que le saturaba el teléfono y le impedia comer en cualquier parte por la cegadora luz de flashes y reflectores que desde entonces lo persiguen.

El solitario placer de la escritura desembocó en una perpetua plaza pública llena de bullicio. Si escribía para que lo quisieran como dijo alguna vez, a Gabo, como le llaman sus amigos, se le pasó la mano.

Treinta años han pasado de aquel premio tan celebrado por todo el mundo. Premio que hizo que algunas estaciones de radio en Colombia transmitieran el himno nacional después de dar cuenta de la noticia que lanzó a los jóvenes a las calles y especialmente en ese Aracataca mítico que García Márquez ha llevado a todos los rincones del planeta.

Los griegos de la antigüedad recordaban con el corazón, no con la mente. Traían de nueva cuenta algo de su pasado a su agitado pecho y ya después cer-nían sus razones con la razón de ese órgano definitivo.

No es una locura afirmar que Cien años de soledad es el corazón de García Márquez, esa tierra donde sólo se cultivan emociones y se da continuidad a la vida. Tampoco que su bombeo de sístoles y diástoles habrá de sobrevivirlo. Pablo Neruda encontró en ese libro que es muchos libros lo más original escrito después del Quijote y los lectores comunes, la siempre nueva voz de un poeta que nombra al mundo por primera vez. Hace 30 años le otorgaron el Nobel y hace 45 García Marquez nos sorprendió al regalarnos la inverosímil saga de los Buendía dueños de un Macondo donde el viento de la poesía sopla y brama y nos corta el aliento con sus historias que se desbarrancan en sueños.