as burocracias financieras globales y el liderazgo político en casi todo el mundo –con notables excepciones– se afilian, indoctrinados y temerosos, al modelo derivado del consenso de Washington. Pocos son los que, en esas raras alturas, se atreven a disentir de las normas y recetas marcadas, para toda oportunidad y problemas, desde hace ya más de 30 años. El imperativo base de toda decisión económica descansa, aseguran los clarividentes de la fe, en la racionalidad del mercado. Es este fenómeno el que mejor asigna los escasos recursos disponibles, afirman con pasmosa seguridad los augures del neoliberalismo.
Resistir el mandato de la apertura se convierte en anatema y se castiga de inmediato con el motete proteccionista. Optar por una ruta distinta al estricto control inflacionario en casos especiales (frente a una muy probable recesión, por ejemplo) recibe anatemas y reconvenciones por doquier. Apadrinar la inversión externa en cualquiera de sus varias modalidades es, para los modernizadores, lugar común indiscutible. El crecimiento y hasta el desarrollo depende de atraerla en grandes cantidades. El déficit fiscal es dañino, predican tan orondos como serviles los señores de las altas finanzas. Hasta hay necesidad de imprimir su vigencia (déficit cero) como mandato constitucional. De incurrir en excesos se penaliza con drásticos recortes al gasto público, de preferencia recortando programas sociales. La deuda debe ser servida antes que todo y a costa de todo, exigen parapetados en influyentes posiciones de mando interno e internacional.
Y así sigue la retahíla de preceptos neoliberales, ante los cuales hay que someterse. Poco importa quién los impuso como necesarios o el sufrimiento causado en su aplicación tajante. Las penalidades, por más terribles que éstas puedan ser, se deberán sobrellevar, aunque nadie haya votado por sus ejecutantes. No hay otra ruta, se oye como injerto que proviene de una potestad divina. Apegarse a la letra del déficit cero puede ocasionar hasta 25 por ciento de desempleo, tal como ahora acontece a España. Aun así, se asegura que no existen opciones distintas, son dañinas o francamente desestabilizadoras. Mejor aceptar el aumento de la informalidad, ese nebuloso lugar donde pululan los excluidos, los marginados del consumo, aunque en conjunto lleguen a ser la mayoría de los aptos para el trabajo, tal como ocurre en México y otras economías con semejantes deformaciones.
Las reglas de la competencia son inclementes, duras, pero hacerlas a un lado es dar un salto al vacío, caer en la demagogia, anuncian por ahí las voces respetables del sistema. Si se da en el sector privado, condenan iracundos los redentores de cualquier crisis, se arriesga la quiebra y consecuente desaparición. Pero si acontece en el ámbito público se revela, grotesco, el fantasma de la peor especie: el populismo. Productividad es el nombre del juego aquí y acullá, mascullan con fruición los banqueros y adláteres académicos. Los beneficios de ésta, ahora como regla inevitable, no se deben repartir con la debida justicia. Unos, en la inmensa parte del mundo, se quedan con todos (o casi todos) sus rendimientos. El castigo al salario del trabajo se torna inmisericorde. Ningún país que aplique las recetas laborales de la liberalización escapa a tales consecuencias. En Alemania, por ejemplo, país donde la clase media goza de prosperidad innegable, 10 por ciento de su población acapara 51 por ciento de la riqueza. Cincuenta por ciento de los alemanes situados en la base de la pirámide, en cambio, se queda con un insignificante uno por ciento de ella. Los trabajadores de ese esforzado país llevan cuando menos dos decenios siendo castigados en su bienestar. El modelo exportador que les han impuesto sus gobernantes y élites financieras (todos liberales) menosprecia su mercado interno. De ahí la urgencia de la señora Merkel por acentuar las medidas de austeridad, tanto para ellos como para el resto de la Europa común.
La panorámica neoliberal estaría incompleta sin mencionar los mecanismos mediante los cuales acentúan y perfeccionan su dominio: los bancos centrales de los países, los ministerios de Finanzas respectivos y los bancos mayores del aparato económico local y variopintas asociaciones empresariales de gran talla. Desde el espacio internacional se despliegan sendas instituciones de presión todopoderosas: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y organismos como la OCDE, la OEA, la ONU y derivados, Banco Interamericano y demás. Un formidable tinglado de respetables oráculos que legitiman todos y cada uno de los mandatos de la globalización. Armados con todos estos dispositivos, sin embargo, el liderazgo occidental va y viene sin atinarle a salidas aceptables, humanas, deseables, a la crisis actual. Burócratas de clase mundial flexionan sus enormes músculos financieros y los blanden ante incautos e intimidan al más pintado. Por esa razón de fuerza abarcante el liderazgo político de las diversas naciones se ha sometido, con particular entusiasmo, a la parafernalia mental y práctica del neoliberalismo.
Pero la situación actual ya bordea el abismo de la descomposición social. Las disonancias entre mandones y pueblo son estridentes. Por todas partes surgen rebeliones, actos desesperados, manifestaciones masivas y amargas tragedias que se han venido ocasionando mediante las recetas para contener la caída y recaída en la depresión. Las irónicas disyuntivas, después de someterse al salvamiento económico, aparecen por doquier: desempleo creciente, pérdida de la esperanza, depredación del ambiente, deterioro del bienestar y, en no pocos casos extremos, (México) violencia incontrolable. Las élites, en particular las de rango internacional, han sonado las alarmas por sus devaneos de austeridad. La cosa se pone seria, terrible es su categorización (Lagarde. Fondo Monetario Internacional) Aunque, a pesar de ello, las políticas favorables al capital bancario siguen domando ímpetus libertarios y engrosando las arcas de la desigualdad.