or más que uno procure no tratar sus penas, mayores o menores, como su ropa, que lava, exprime y seca bajo el sol sólo para volver a arroparse con ellas a la mañana siguiente, a lo más que llega una y otra vez es precisamente a eso, a lavarlas con algún tipo de detergente (que puede ser desde un narcótico hasta el más refinado, científico o extravagante de los tratamientos filosóficos o sicológicos de que disponga) para volver a ponérselas, pues las necesita, pues no tiene otra cosa con la que presentarse en sociedad, así sean viejas, se vean usadas, estén arrugadas y provoquen repugnancia o incluso hastío a quien enfrentes con ellas encima, enraizadas a ti, tu segunda naturaleza.
Sin embargo, mi intención no es hablar de las penas de nadie, al menos no en esta ocasión, pero al compararlas con la ropa advierto que en cambio me animaría a hablar de la ropa que, comparable o no con una pena, en estos momentos me atrae más, no porque no tenga penas, aunque por fortuna las mías siempre han sido menores que las de otros, sino en vista de que me metí en un lío de ropas del que no sé cómo salir salvo estudiándolo en palabras.
Sucede que nunca he tenido claro con qué quiero cubrirme. Hubo un tiempo en que mi indecisión fue tan grave que, ¿lo confesaré?, habría preferido no cubrirme, extremo del que siempre me salvó ser friolenta y, bueno, considerada con la gente y con las costumbres a mi alrededor, pero por más que internamente no haya nunca conseguido liberarme del todo de esta inclinación, no por fuerza exhibicionista pues, con tal de detener la indecisión en mis ratos más críticos, habría cedido a no cubrirme aun cuando fuera para permanecer encerrada y sola en una habitación.
En otra etapa de mi vida me fue fácil o, digamos, aceptable por conveniente, seguir determinado modelo impuesto, como fue el materno la mayor parte de mi vida, aun cuando al seguirlo la impresión que me daba a mí misma ante el espejo fuera de extrañeza, como si la ropa que me ponía, por más adecuada que fuera, no me perteneciera a mí o fuera prestada, quizá de mi talla exacta, pero no de mi estilo. Esta incongruencia se debía entre otras razones a que yo carecía de eso que se conoce como estilo, y que en filosofía se ha considerado que es nada menos que el hombre mismo.
Para averiguar entonces qué era el estilo, o cuál era el mío, o quién era yo y qué estilo podía desprenderse de mí y representarme o por lo menos cubrirme del frío, empecé por negarme a usar tacones. Llegué a construir un soporte casi teórico al respecto, aunque más de orden físico que feminista. Siempre me habían incomodado los zapatos y hasta las botas de tacón, así que aprovechando un descuido de mi rasgo crónico de indecisión, me decidí y arrojé todos los pares de zapatos de tacón que tenía en una bolsa de basura y me deshice de ella. Aunque sin una teoría tan clara como la que apliqué a mi negativa a usar tacones, en el proceso que emprendí de búsqueda del yo o del estilo, llegó el día en que empecé a negarme a usar vestidos. Pero mientras que desde entonces no he vuelto ni siquiera a probarme un par de zapatos de tacón, en cambio he vuelto incluso a comprarme algún vestido, por más que al hacerlo sepa que no me lo pondré nunca, y que a la menor oportunidad se lo regalaré a quien lo vea colgado y me lo pida, explícita o implícitamente, porque le brillen los ojos cuando lo entresaque con las yemas de los dedos del tubo del que cuelga en el armario y lo mire largamente y al verlo, al acariciarlo, sonría, como quien tiene estilo para presentarse con él en todo y cualquier gran salón.
Algunos de los vestidos que he comprado y que guardo sin usar, pasado un plazo indeterminado pero en el que tampoco los hubiera regalado, los llevo a la costurera y entre las dos, yo en calidad de autora intelectual y animadora, los convertimos en pantalones o en chalecos, que sí me pongo encima hasta que la tela se rasga de uso.
Me atrae más usar pantalones que vestido, y cuando encima del pantalón uso chaparreras, la combinación me acerca a encontrar mi estilo.
Y debo a esta evolución que antier y por primera vez en mi vida hubiera pedido ver faldas en la tienda. Estuve a punto de estrellar el espejo frente al que me fui probando la gama. Y lo habría estrellado de no haber sido porque la vendedora de pronto acertó y me mostró un enredo, que es en el que sigo envuelta.