l Programa de Teatro Escolar del Instituto Nacional de Bellas Artes, cuya titular es la inteligente e inquieta Mónica Juárez, por primera vez produjo una obra para adultos con la intención de que sea vista y disfrutada, además de público en general, por los maestros que por años han apoyado el programa. Para ello eligieron esta obra de David Desola (del que sólo conocíamos en México una inepta adaptación de un texto suyo) que habla de la enseñanza pero también de la locura como refugio de dos pobres seres ante el horror imperante que no pueden comprender. La charca inútil es el nombre del original, convertido en el que se usó para su escenificación mexicana, dado que charca
no es un término usual entre nosotros. Afortunadamente el director Carlos Corona no intentó una de esas falsas extrapolaciones hacia nuestro país, porque el tema –aunque no los detalles– consta de suficiente universalidad para que podamos apropiarnos de esta historia y de algo de la crítica que se hace a la violencia en las escuelas, de la que dan cuenta algunos periódicos y que conocen los que se enfrentan a los porros
, y el uso mercantilista que da la televisión a algunos desdichados incidentes mayores o menores.
El título de la obra se refiere a la muy obvia realidad de un lago congelado en invierno que ni siquiera da sustento a los patos y, metafóricamente, a la inutilidad de esos dos seres, Irene y Óscar que siguen sus rutinas diarias vacías de sentido. Irene perdió la cordura ante la muerte de su pequeño hijo Santiago en el atentado terrorista del Metro madrileño en 2004, muerte que se niega a aceptar, por lo que mantiene la ficción de que aún vive. La imagen del niño destrozado, por la que Irene se enteró de su pérdida, fue exhibida muchas veces por la televisión no por emocionada simpatía, sino por una finalidad amarillista. Óscar es un profesor golpeado por un fornido adolescente que lo tiró escaleras abajo y el hecho fue videograbado por la novia del atacante, quien vendió el video a la televisión comercial; de la caída, el profesor quedó lastimado, negándose a dar clases, y con muestras de insania como son las conversaciones con el extraño Hierofante –cuyo nombre alude a un elemento del Tarot. El profesor en retiro accede a dar clases especiales al niño inexistente y pasa de la superchería, porque le pagan y porque se come la merienda de Santiago, a leer en voz alta, casi como si diera lecciones, libros como Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, mientras la relación con la madre va transformando la vida de esos solitarios hasta el abrupto final.
La agridulce historia nunca cae en el melodrama, gracias a la manera en que es tratada por Desola y gracias también a Carlos Corona, uno de los más solventes directores con que contamos, y a sus colaboradores. El connotado escenógrafo e iluminador Jesús Hernández diseñó dos espacios. El primero es el de la banca, supuestamente ante el lago, en que se reúnen Óscar y Hierofante y que tiene detrás una barda compuesta por puertas corredizas que al abrirse deja ver parte del interior de la casa de Irene, cocina y cuarto del niño; en éstos, siguiendo el patrón irreal, fuera de algunos muebles, la mayoría está delineada con gis. En apenas estos espacios, el director desarrolla la acción escénica, mientras en el amplio espacio ante el lago, con la banca que se recorre para marcar los distintos días, la acción es casi mínima y circular sobre todo por parte de Hierofante.
Está la desconcertante escena en que Santiago parece salir del ropero y que desmaya a su supuesto mentor. Estos contrastes juegan en el ritmo y el tono del montaje, que llegan a su punto culminante con la tensión que produce en los personajes –y que bien proyectan al espectador– en el momento de la frustrada cena antes del desolado final. El elenco es excelente y está formado por una actriz y dos actores de probada capacidad, como Miguel Flores que confiere un aire de sabiduría y misterio a Hierofante; Úrsula Pineda encarnando de modo entrañable a Irene, con todos los altibajos de humor y matices del personaje; Tomás Rojas que oscila entre el desaliento y una renovada capacidad de sentir como Óscar, y en fugaz aparición Assira Abbate como la presencia de Santiago. El vestuario es de Mario Marín del Río, los videos de Gabriel Figueroa Pacheco y Masha Soluciones Escénicas, y la música original es de Leonardo Soqui.