En hilos de oro
ómo puede uno darse tanta importancia sabiendo que la muerte nos está acechando?… pedir consejo a la muerte y dejar la pinche mezquindad de los hombres que viven sus vidas como si la muerte nunca los fuera a tocar”, le decía don Juan Matus a Carlos Castaneda en aquel inolvidable Viaje a Ixtlán, del que el Fondo de Cultura Económica tiró 30 mil ejemplares en 1975, no mil como ahora, de títulos de urgente lectura tipo La fabricación de nuevas patologías, del doctor Emilio La Rosa, del que por cierto aún quedan unos cuantos.
Por considerarlos de utilidad para la reflexión en voz alta, transcribo los correos de dos lectores que desde diferentes ópticas hacen observaciones interesantes en torno al reciente fallecimiento del senador Alonso Lujambio, que el pasado miércoles fue objeto de un segundo homenaje, ahora en el Patio de Honor de Palacio Nacional, luego del de cuerpo presente por parte del Senado de la República el jueves 27 de septiembre.
“Considero –observa Eva Garrido– que la manera como el señor Lujambio logró despedirse de esta vida y de sus seres queridos fue privilegiada, ya que pudo dialogar con ellos y luchar contra su grave enfermedad con gran entereza, fe y aceptación de la voluntad de Dios. Como se dice, hasta el último día estuvo ‘a Dios rogando y con el mazo dando’, consciente también de que la muerte es el tránsito a la verdadera vida.”
Por su indignada parte, Servando Ortega escribió: “Sólo porque ya nos acostumbramos a la indignidad y nos extirparon la indignación podemos tolerar que se eleve a los altares de la patria a cualquier secretario de Estado, haya caído de forma violenta en horas de trabajo o en dispendioso combate contra la muerte, no a costa de sus bolsillos, sino a expensas del erario… El fracaso de la política de salud del calderonato culmina con el gasto enorme de la etapa terminal de Alonso Lujambio en un especulador hospital de Estados Unidos.”
“Ignoramos cuánto derrochó el gobierno federal en ocho meses de agresivos tratamientos y falsas esperanzas para el ex secretario de Educación, que buen cuidado tuvo de no recurrir al Seguro Social o al Popular. Pero el arcaico sistema político mexicano no premia logros, recompensa lealtades a cualquier precio… Como creyente, prefirió prolongar artificialmente su vida a darle calidad a su muerte, eso sí, con su nombre bordado en hilos de oro en una bandera sobre el féretro.”