Tranquilos, taurinos, ya se fue Mariano Ramos, señor de los ruedos
l viernes 5, pasadas apenas las cinco de la tarde, faltaba más, dejó de existir el maestro mexicano del toreo Mariano Ramos Narváez, luego de 59 años de decirle sí a la vida, de honrar el traje de luces, de escribir páginas brillantes de tauromaquia en los principales escenarios del mundo y de saber burlar las embestidas de bestias y de hombres durante más de 41 años, no así el ineludible derrote de la muerte.
Con la necrofilia que nos cargamos, ese hipocritón tan bueno que era
, siempre postmortem, ahora incluso los taurinos se permitirán unas palabras respetuosas o una apurada síntesis de la excepcional, brillante y estorbada trayectoria del también llamado Torero-charro de La Viga, en esa selecta dinastía identitaria de hombres de toros y caballos que va de Ponciano Díaz a Mariano, pasando por Jorge El Ranchero Aguilar, Joselito Huerta o Manolo Martínez, su celoso padrino de alternativa.
¿Qué molestaba a los taurinos, no a los públicos, del maestro Mariano Ramos? Desde luego su temprana cabeza torera, su intuición y su poderío frente al toro con edad y problemas, pues con el torito de la ilusión ya no había mayor arte
, es decir, tauromaquia de fondo, excepto en festivales memorables en los que daba al traje de charro una asombrosa dignidad torera. Antes de tomar la alternativa en Irapuato el 20 de noviembre de 1971, de manos de Manolo Martínez y como testigo Francisco Rivera Paquirri, con el toro Campanero, de Santacilia, el precoz, correoso y espigado diestro de La Viga ya se había alzado como el novillero triunfador de la Plaza México, donde en nueve tardes, en la línea del mejor armillismo, cortó nueve orejas, dio ocho vueltas al ruedo y obtuvo el Estoque de Plata, en inolvidable mano a mano con Rafael Gil Rafaelillo.
También molestaba a exquisitos y mexhincados, no al aficionado sin prejuicios, la energía de raza y la personalidad morena de Mariano, aparentemente hosca y de pocas palabras, como si aquel estilo poderoso y seco delante de los toros tuviera que atenuarse frente a antojadizos empresarios, taurinos racistas y chicos de la prensa centaveros. Ah, cómo lo contrariaba toda esa fauna de falso refinamiento y condicionada exigencia al torero-charro, sabedor como pocos de que en esto el señorío se demuestra sometiendo toros, no su remedo. Pero los partidarios del toreo bonito
y del malinchismo, más que de la tauromaquia, disimulaban su impotencia con actitudes pretenciosas y adjetivos diversos.
Y quizá lo que más ofendió a la tauromafia nacional y extranjera fue que la maestría y el pundonor de Mariano Ramos se volvieron históricamente referenciales, tanto en su país como en España y en Sudamérica, donde nunca tuvo ganado ni alternante aborrecidos. Quienes presenciamos aquellas corridas cinqueñas de José Julián Llaguno en la Plaza México y sus portentosos trasteos, o la modélica, casi imposible y dramática faena a un Piedras Negras fuerte, áspero y peligroso, en una confrontación imborrable de razas, la del torero y la del toro, no podemos tolerar el desfile de tantos falsos artistas frente a animales descastados y chicos.
Con qué admiración y respeto evocaban las gloriosas tardes de Ramos en Cali, en Bogotá o en Manizales los aficionados colombianos. Con qué delicado rigor y mesurado asombro se expresó Conchita Cintrón de las soberbias actuaciones del inmenso lidiador mexicano en ruedos españoles. Con qué agradecimiento se refería Mariano a criadores de reses bravas como don Agustín Chávez, de Ibarra, don Jaime Infante, de Atenco, o don Juan Flores, de La Guadalupana, entre otros. Con qué emoción reconocía, en corto, el elevado concepto ganadero de don José Julián Llaguno, de don Raúl González, de don Adolfo Lugo, por citar algunos. Con qué inexcusable mezquindad se comportaron empresarios, ganaderos y críticos mexicanos en el otoño profesional del maestro.
Ya no volverá este gigante del arte de lidiar reses bravas a enseñorearse de los ruedos de cosos y plazas de tienta, ya no concederá alternativas a toreros marginados ni padecerá la aspereza y claudicaciones de los dichosos taurinos, promotores de una fiesta de toros sin bravura pero bonita
, ya no montará a caballo ni acariciará a sus perros ni se reflejará en los ojos de su amada Diana; sólo permanecerá su elocuente testimonio de que el toreo, a veces, algo logra decir de la grandeza de un pueblo. ¡Gracias siempre, Mariano!