ace más de 20 años, un joven francés, François Nicolas d’Epoissses, incitado por la lectura de Artaud, Lowry y Breton, y seducido por algunas novelas y ciertos poemas mexicanos, emprendió un viaje a México en busca del lugar donde se escucha hablar a los muertos entre ellos y donde la muerte toca a la puerta, Rulfo, Gorostiza, otros. Un extraño sentido de la orientación, lo encaminó hacia Oaxaca, al sur, y no hacia la Tarahumara, al norte. En recompensa, divina o diabólica, descubrió la pintura prehispánica y el mezcal. Su curiosidad lo llevó a visitar las propiedades donde se cultivaba el maguey y a lanzarse en un peregrinaje tras las huellas de las civilizaciones prehispánicas en la pintura contemporánea. Hizo amistad con mezcaleros y con pintores. Decidió, alucinado por estos encuentros que cambiaban su visión, que en Francia debería gozarse de esos descubrimientos. Acaso se pensó a bordo de la Santa María. Los espejos deformantes reflejan a veces, confundiéndolos, destinos históricos mezclados con destinos oscuros.
Para traer a Francia mezcal y pintura, d’Epoisses tuvo la idea de importar la bebida en su botella a su vez adentro de un envase de metal. El doble envase iba a permitirle crear dos etiquetas: una, con la reproducción de una imagen prehispánica; otra, inspirada en la tradición de los grandes vinos con sellos de artistas como Chagall, sería creada por un pintor mexicano vivo. Todo parecía sonreír a su proyecto. Los mejores artistas aceptaban con gusto. Los mezcaleros se frotaban las manos ante el futuro mercado. Las cosas parecían fáciles, atinadas, con fortuna y gloria al alcance.
D’Epoisses inició los trámites para llevar a Francia ese néctar de dioses más antiguos en América que los exportados por España.
Ahí comenzaron los líos, los papeleos, las trampas. Los cajones con las botellas, listos para embarcarse a Francia, permanecían en bodegas donde, para su consuelo y esperanza, se añejaba el mezcal, enriquecido por el tiempo. Espejismos y engaños de la canija esperanza, habría podido decirle Nietszche, muerto de risa.
Había un fabuloso mercado en Francia. Tequila y mezcal estaban de moda. A la salida de Bajo el volcán, en 1984, se creó el Café Pacífico, primer bar restaurante mexicano en París, donde John Huston, su realizador, celebró el evento. En menos de un mes hubo que hacer cola para entrar al lugar. Esto a pesar de los muy altos precios del vasito de mezcal, superiores a los de un buen coñac.
Tarde comprendería d’Epoisses que su clarividencia lo adelantó a su tiempo. Se enfrentaba a gigantes más reales que los molinos de viento: las distribuidoras estadunidenses. No había producto mexicano que no pasara por ellas. De ahí los precios impuestos por el lucro. A nuestro soñador se le alegaba la falta de control de calidad obligándolo a dar vueltas. Más simple escapar a la cuadratura del círculo.
Ambas bebidas se vendían como pan caliente y los bares tex-mex se multiplicaban en toda Francia como champiñones, cada día con nuevos adeptos a su moda.
Por fin, el 18 de este mes, se firmó un contrato entre los representantes de coñac y tequila para la distribución en Francia, y tal vez pronto en Europa, de tequila. Las normas del control de calidad fueron alcanzadas. Las negociaciones, comenzadas en 1998, habían concluido con éxito. Los ensayos también: en 2011 se vendieron en Francia 3 millones 600 mil litros de tequila según cifras oficiales. Se espera llegar a los 4 millones este año.
Mi nieto, Pablo García Huerta, quien acaba de pasar su bachillerato con mención más que bien y me acompañó a presenciar la firma, me dijo asombrado: No imaginé que pudieran beberse tantos millones de litros de alcohol en un país
, mientras se deleitaba con los antojitos mexicanos.
Una guapa tapatía, Ivonne, esposa de Orendain Giovanni, dueño de Tequila Arrete, rió y comenzó a contarme las miliunochescas aventuras de esa propiedad que prometió continuar en Jalisco.