Opinión
Ver día anteriorJueves 20 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cartas de amor a Stalin
L

a Compañía Nacional de Teatro (CNT) presenta por segunda vez una obra del dramaturgo y filósofo Juan Mayorga. La primera, La paz perpetua, representó el estupendo debut como directora de la actriz Mariana Giménez, quien la promovió. Para la segunda, Cartas de amor a Stalin, se recurrió al reconocido director español Guillermo Heras que ya ha incursionado en nuestros escenarios y que ofrece su muy personal lectura de la obra. Mayorga, en el prólogo de su texto apunta que Es una meditación sobre la necesidad que tiene el artista de ser amado por el poder, necesidad tan fuerte como la que el poder tiene de ser amado por el artista y asimismo: Es una historia de amor en que intervienen tres personajes, un hombre, una mujer y el diablo. De haber insertado en el programa de mano esta última aseveración, el director se hubiera ahorrado algunos efectos, como la iluminación en rojo en ciertos momentos o la fea máscara más o menos diabólica que luce Stalin hacia el final. El dramaturgo utiliza datos verdaderos de la biografía de Mijail Bulgákov, como la llamada de Stalin, que no se corta sino en la que el atemorizado escritor cambia de intención y las cartas que escribe al dictador para que permita que sus obras se publiquen o representen, o que le permita marchar al extranjero como al escritor multicitado por su esposa, Zamiatin.

Como una posible remembranza de Vóland, personaje tras el que se disfraza Satanás en El maestro y Margarita –la obra más conocida del escritor soviético– el diablo se convierte en un Stalin sólo visible para Bulgákov en constante espera de que el verdadero Stalin se comunique otra vez con él tras la llamada interrumpida. El diabólico Stalin, por graciosa paradoja del autor, es mucho más afable que el verdadero representado por Bulgákova en los juegos con su marido, en el que la mujer –posiblemente su segunda esposa– le ofrezca las probables respuestas que le daría el tirano ante sus cartas. Ante la espera y su triste situación, a la que se pueden añadir añejos males, el escritor cae en un delirio en el que no se sorprende de la aparición, aunque está consciente de que lo es. El diablo, con la apariencia de Stalin, intenta seducir al escritor para que escriba loas al sistema soviético y poco a poco llega a dictarle las cartas al Presidente de Ministros o escribirlas él mismo, lo que crea una atmósfera de irrealidad que contrasta con las intervenciones de la esposa que llega de buscar salvoconductos para ir al extranjero. Cuando Bulgákova lo abandona, el escritor queda solo, enfermo y abatido con su demoniaco interlocutor que inicia un sorprendente discurso acerca de llenar a la URSS de telefonía –en réplica de la sentencia leninista de electrificar– que puede entenderse de dos maneras. Una, una irónica referencia a la llamada interrumpida. La otra, que parece la lectura del director a juzgar por el telón final, que muestra a Stalin como aparece en los carteles de propaganda, podría ser que el dictador era el diablo personificado, lo que es bastante simplista aunque de otro modo no se entiende.

En un espacio cuyo escenógrafo no tiene créditos y que se puede atribuir al propio director, con un contraste entre el realismo y elegancia de muebles y alfombras –que delimitan dos áreas, la del escritorio y la de un sillón con una lámpara al lado además de un perchero al fondo– y el amontonamiento de libros ante la ventana en la que se mostrarán los, a mi ver, inútiles telones realizados por Vicente Arriaga, Guillermo Heras dirige a sus dos actores y a su actriz con un cambio general de tono que va del realismo y los juegos de Bulgákova hasta el delirio del novelista que invade también el escenario con sus muebles fuera de lugar y el reguero de las cartas inútiles, en excelentes escenas como la del novelista, borracho, que intenta usar como teléfono, su botella de vodka y su copita. Cuenta con un elenco de primera. Gabriela Núñez da todos los matices y cambios de Bulgákova, desde las imitaciones de Stalin hasta su exasperación por lo que no comprende de su marido. Luis Rábago encarna con su habitual solvencia a un malicioso Stalin, suave y convincente aunque con caídas en el autoritarismo. Juan Carlos Remolina crea un espléndido Mijail Bulgákov que, olvidada su elegancia del principio, termina enfermo y alucinante por el alcohol y por el delirio en que acaba por caer.