na semana después de recibir la postal de la Luna, tuve que ir a Hakodate, en el sur de Hokkaidÿ, por motivos de trabajo. Como de costumbre, el encargo no me atraía demasiado, pero las cosas no estaban como para ponerse exquisito. Además, los trabajos que me ofrecían eran muy parecidos. Por suerte o por desgracia, las diferencias dejan de ser relevantes cuanto más va uno hacia los extremos. Igual que en las frecuencias acústicas: superado cierto punto, la diferencia de tono entre dos sonidos contiguos es casi imperceptible, hasta que llega un momento en que ni siquiera se aprecia la menor diferencia.
El encargo, para una revista dirigida al público femenino, consistía en un artículo sobre restaurantes y locales gastronómicos de Hakodate. Un fotógrafo y yo teníamos que recorrer una serie de establecimientos; yo redactaría el texto y el fotógrafo se encargaría de las imágenes. Cinco páginas en total. Las revistas femeninas necesitan artículos como ése, y alguien tiene que escribirlos. Es como recoger la basura o quitar la nieve. Alguien tiene que hacerlo, le guste o no.
Durante tres años y medio, desde julio de 1979, me había ganado la vida con chapuzas culturales de esa clase. Era un quitanieves cultural.
***
Meses antes de convertirme en ese quitanieves cultural, en enero de 1979, había dejado la oficina que dirigía con un amigo y me había pasado medio año sin apenas hacer nada. Me sentía desganado. Y es que meses atrás, en realidad el otoño anterior, me habían sucedido muchas cosas. Me había divorciado de mi mujer. Un amigo había muerto en extrañas circunstancias. Otra mujer se había marchado de mi vida misteriosamente y sin decir nada. Había conocido gente rara y me había visto envuelto en un asunto raro. Después de vivir todo eso, me invadió una profunda quietud, algo que nunca había experimentado. Un sentimiento de ausencia muy denso impregnaba la atmósfera de mi apartamento. Pasé seis meses prácticamente encerrado en mi casa. Apenas salía de día, salvo para hacer las mínimas compras necesarias para subsistir. De madrugada, cuando casi no hay gente, deambulaba por las calles. En cuanto aparecían los primeros viandantes, regresaba a mi apartamento y dormía.
Durante esos seis meses me levantaba bien entrada la tarde, me preparaba algo sencillo para comer y le daba pienso al gato. Después me sentaba en el suelo y pensaba una y otra vez en lo que me había ocurrido. Probaba a alterar el orden de lo acaecido, consideraba todas las posibilidades y reflexionaba sobre si había actuado correctamente o no. Así hasta que amanecía y volvía a salir y a deambular por las calles desiertas.
Durante medio año, desde enero hasta junio de 1979, mantuve esa rutina. No leí ni un solo libro. No abrí un solo periódico. No escuché nada de música. Tampoco veía la televisión ni oía la radio. No quedé ni hablé con nadie. Apenas probé el alcohol; no me apetecía beber. No tenía ni idea de lo que ocurría en el mundo, ignoraba quién se había vuelto famoso o quién había fallecido. Eso no quiere decir que me hubiese cerrado en banda a cualquier información. Simplemente, no me apetecía enterarme de nada. Yo sentía que el mundo se movía. Aun permaneciendo quieto dentro de mi apartamento, sentía el movimiento en la piel, pero no suscitaba en mí ningún interés. Todo pasaba a mi alrededor en un soplo, como una brisa muda.
Tan sólo me sentaba en el suelo y le daba vueltas al pasado. Aunque parezca extraño, hacer lo mismo durante seis meses no me aburrió ni me causó hastío. Porque lo que había vivido era demasiado grande, presentaba demasiados frentes. Era inmenso y real. Tanto que podía tocarlo con las manos. Parecía un monumento erigido en medio de la oscuridad de la noche. Erigido sólo para mí. Lo examiné palmo a palmo, hasta el último rincón. Evidentemente, lo que había vivido me había causado daño. Un daño considerable. Mucha sangre había corrido en silencio. Parte del dolor había desaparecido con el tiempo, pero otra parte había llegado después. Sin embargo, no me había recluido en mi piso durante medio año debido a esas heridas, sino, simplemente, porque necesitaba tiempo. Necesitaba seis meses para examinar y poner orden en todo lo ocurrido. No me encerré en mí mismo ni rechazaba el mundo exterior. Era sólo una cuestión de tiempo. Necesitaba tiempo puramente físico para reponerme y volver a levantarme.
Decidí no pensar en lo que significaba levantarme, y tampoco en lo que haría a partir de entonces. Me parecía que eran cuestiones en las que ya tendría tiempo de meditar. Lo primero era recuperar el equilibrio.
Ni siquiera hablaba con el gato.
Aunque a veces sonaba el teléfono, nunca respondía.
Si llamaban a la puerta, no abría ni contestaba.
También me llegó alguna carta. El que había sido mi socio me manifestó su preocupación: No sé dónde estás ni qué haces. He decidido enviarte esta carta a esta dirección. Dime si puedo hacer algo por ti. Por aquí, el trabajo va bien
. También mencionaba a algún conocido común. Tras leerlas varias veces y entender el contenido (entenderlo requería leerlas cuatro o cinco veces), las guardaba en el cajón del escritorio.
Recibí, además, una carta de mi ex mujer. En la misiva trataba unos cuantos asuntos de orden práctico, tan práctico como el tono en que estaba escrita. Pero hacia el final me anunciaba que había vuelto a casarse. A mi nueva pareja no la conoces, comentaba. Por la frialdad con que lo anunciaba parecía querer decir que en el futuro tampoco la conocería. Deduje que también había roto con el hombre con el que salía en la época que nos divorciamos. No me extrañó. Yo lo conocía bien y no valía demasiado. Era un guitarrista de jazz sin demasiado talento, y como persona no me resultaba particularmente interesante. No me explicaba cómo había podido sentirse atraída por un tipo así. Pero, en fin, ese problema sólo les atañía a ellos dos. No estoy preocupada en absoluto por ti, me decía en la carta. Sé que te defiendes bien en todo lo que haces. Lo que me preocupa es la gente con la que vas a relacionarte en el futuro. No sé por qué, pero últimamente eso me inquieta.
Esa carta también la leí varias veces y luego la guardé en el cajón.
Y fueron pasando los días.
No tenía problemas económicos. Tenía ahorrado lo suficiente para vivir así durante medio año; más adelante ya pensaría en el porvenir. Terminado el invierno, llegó la primavera, que inundó mi apartamento de una luz cálida y apacible. A fuerza de observar cada día los trazos que dibujaba la luz al entrar por la ventana comprendí que la posición del sol va cambiando poco a poco. La primavera volvió a llenarme el corazón de viejos recuerdos. Gente que se había ido, gente que había fallecido. Me acordé de las gemelas. Había vivido una temporada con ellas. En 1973, si no me equivoco. Por entonces yo vivía al lado de un campo de golf. Cuando anochecía, saltábamos la reja metálica, nos colábamos en el campo y dábamos una vuelta en busca de pelotas perdidas. Los atardeceres de primavera me traían esa clase de escenas a la memoria. ¿Adónde se habría ido todo el mundo?
Entrada y salida.
También recordé el pequeño bar al que iba con mi difunto amigo. Solíamos pasar allí las horas muertas. Pero, si lo pienso bien, creo que fue el tiempo más sustancial de mi vida. Es extraño. Me acordé de la vieja música que ponían. Éramos universitarios. Fumábamos y tomábamos cervezas. Necesitábamos un sitio así. Hablábamos de todo un poco, pero no recuerdo exactamente de qué. Sólo recuerdo que hablábamos de diferentes temas.
Él está muerto.
Se murió cargando con todo.
Entrada y salida.
La primavera avanzó velozmente. Mudó el olor del viento y la oscuridad de la noche cambió de tonalidad. Un eco diferente ciñó los sonidos. Hasta que llegó el verano.
A finales de mayo, el gato se murió. Fue una muerte repentina. Sin previo aviso. Un buen día me levanté y me encontré al gato sin vida, encogido en un rincón de la cocina. Seguramente murió sin darse cuenta. Estaba yerto como un pollo asado el día anterior y parecía que su pelaje estaba mucho más sucio que cuando vivía. Se llamaba Sardina. No había tenido una vida feliz. Nadie lo había querido, y tampoco él había querido a nadie. Siempre miraba a la gente con desazón, como diciendo: ¿Qué es lo siguiente que voy a perder?
Jamás he visto otro gato con semejante mirada. Pero el caso es que murió. Una vez muerto, ya no iba a perder nada más. Tal vez eso sea lo bueno de morirse.
Dejé el cadáver del gato en el asiento trasero del coche, metido en una bolsa de papel de supermercado, y fui a una ferretería cercana a comprar una pala. Luego, por primera vez en mucho tiempo, encendí la radio y conduje hacia el oeste mientras escuchaba algo de rock. La mayor parte de la música que sonaba era un coñazo: Fleetwood Mac, Abba, Melissa Manchester, los Bee Gees, KC and The Sunshine Band, Donna Summer, The Eagles, Boston, The Commodores, John Denver, Chicago, Kenny Loggins... La música manaba y se disolvía como la espuma. ¡Qué bazofia!, pensé. Basura para masas, música de consumo para sacarles los cuartos a los adolescentes.
Pero luego me entristecí.
Estábamos en otra época. Eso era todo.
Mientras conducía intenté recordar la bazofia que sonaba en la radio durante mi adolescencia. Nancy Sinatra... Pues sí, también era una mierda. Y The Monkees eran horribles. Incluso Elvis cantaba bastantes temas inmundos. También estaba un tal Trini López. La mayoría de las canciones de Pat Boone me hacían pensar en una loción desmaquilladora. Fabian, Bobby Rydell, Annette y, por supuesto, Herman’s Hermits. Toda esa música era infame. Grupos ingleses absurdos que salían uno detrás del otro... Algunos llevaban el pelo largo y otros vestían ropa ridícula. ¿Algún ejemplo? The Honeycombs, The Dave Clark Five, Gerry and the Pacemakers, Freddie and The Dreamers..., había ejemplos a patadas. Los Jefferson Airplane me recordaban a un cadáver con rigor mortis. Tom Jones..., sólo con oír su nombre se me ponían los pelos de punta. Engelbert Humperdinck: el clon feo de Tom Jones. Herb Alpert & The Tijuana Brass, que se oían de fondo en los anuncios de todas las emisoras. Los hipócritas de Simon y Garfunkel. Y los neuróticos de los Jackson Five.
Era exactamente lo mismo.
Nada ha cambiado, me decía. Las cosas son siempre, siempre, siempre las mismas. Cambia el año, y unos grupos sustituyen a otros. En todas las épocas ha existido esa absurda música de usar y tirar, y seguirá existiendo en el futuro. Igual que los cambios en la marea provocados por la Luna.
Conduje un buen rato, distraído, mientras pensaba en esas cosas. En cierto momento sonó Brown Sugar, de los Rolling. Sonreí sin darme cuenta. Era una canción fabulosa. Algo decente, pensé. ¿Fue en 1971 cuando estuvo de moda? Por más que lo intenté no conseguí recordar el año con exactitud. Tampoco tenía importancia. En ese momento daba igual si había sido en 1971 o en 1972. ¿Por qué le daré tantas vueltas a esas cosas?
En un lugar cualquiera en medio de las montañas salí de la autopista, en busca de una arboleda cualquiera, y me dispuse a enterrar al gato. Cavé con la pala un agujero de un metro de profundidad, arrojé la bolsa del supermercado Seiyu, en cuyo interior estaba Sardina, y lo cubrí con tierra. Las últimas palabras que le dirigí fueron: Lo siento, pero así es como funciona
. Mientras cavaba el agujero, un pajarillo no dejó de trinar. Cantaba con un melodioso timbre semejante a los agudos de una flauta.
Una vez rellenado el agujero, metí la pala en el maletero del coche y volví a la autopista. De regreso a Tokio encendí otra vez la radio.
No pensaba en nada. Únicamente prestaba atención a la música.
Pusieron a Rod Stewart y The J. Geils Band. Luego el locutor anunció un clásico: Born to Lose, de Ray Charles. Un tema triste. Nacido para perder
, cantaba Ray. Y ahora te pierdo a ti.
Al escuchar esa canción se me partió el alma. Estuve a punto de echarme a llorar. A veces, cualquier tontería me toca las fibras más sensibles del corazón. Apagué la radio y aparqué en el área de servicio más cercana; entré en el restaurante y pedí café y un sándwich vegetal. Fui al baño a lavarme las manos, que tenía manchadas de tierra, me comí un pedazo del sándwich y me tomé un par de cafés.
¿Cómo estará el gato?, me pregunté. Debe de estar oscurísimo ahí adentro. Recordé el ruido que había hecho la tierra al golpear la bolsa de papel. Pero así es como funciona. Para mí y para ti.
Permanecí mucho rato en el restaurante, mirando abstraído el plato del sándwich. Exactamente una hora más tarde, una camarera con un uniforme de color violeta se acercó a mi mesa y, con cierto reparo, me preguntó si podía retirarme el plato. Yo asentí con la cabeza.
De acuerdo, pensé.
Había llegado la hora de regresar a la sociedad.