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Cuando se oye ladrar los perros Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada había después; que no se podía encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor a humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Juan Rulfo. Nos han dado la tierra Del latín: popolum, pueblo significa a la vez el sitio y la gente: vivimos en pueblos y somos pueblo, afortunada dualidad semántica porque en verdad las personas y sus caseríos somos la misma cosa. Los pueblos son más que sus calles, sus plazas, sus árboles, sus perros… los pueblos son memoria, son recuerdos coagulados. De viejas historias contadas y vueltas a contar se hacen los pueblos. Y también se hacen de esperanzas: los sueños de sus habitantes son la argamasa con que se van construyendo los pueblos. Los pueblos se siembran, como las milpas, como las personas. Hay pueblos arracimados, pueblos calle, pueblos circulares que rodean una plaza, pueblos estrella con puntas en varias direcciones, pueblos que son como una nebulosa de casas dispersas. Pero esto se aprecia desde arriba, desde los aeroplanos. El caminante reconoce los pueblos por sus olores. Apenas vislumbramos el caserío y ya nos saluda el aroma a humo de ocote; luego el olor a tierra mojada, el olor a alfalfa recién cortada, el olor a elotes tatemados; el tibio olor de las vacas, el picante olor a mierda de los chiqueros, el entrañable olor a pan recién horneado… Y también sus rumores, sus sonidos: el coro de los zanates en la mañana y al atardecer; los perentorios repiques de campana; el tronido de los cohetes que anuncian la fiesta del santo, la boda, el entierro del difunto; las canciones y avisos del sonido, que vienen de cuando no había celulares ni Internet y se mantienen porque a los pueblos les gusta tener fondo musical; el ladrar de perros; los desolados lamentos del puerco al que van a degollar… El viento no se escucha igual en el bosque, en el llano pelón y polvoriento o en medio de la milpa, que entre las casas del pueblo. En los pueblos las relaciones sociales tocan tierra y cobran materialidad. Nuestro pueblo es a la vez cotilleo de viejas y bulla juvenil, permanencia y cambio, sujeción y libertad: la inercia de la costumbre y el vuelo de la novedad hechos caserío. Los pueblos, escribió el checo Karel Kosik, “no son espacios sino sucesos, son acontecimientos situados. El hombre que está ligado a tal lugar participa del acontecer en el que se decide el destino de la libertad, de la belleza de la poesía. En esta atadura a un sitio, el hombre se hace responsable de los acontecimientos que allí ocurren”. Pero no todo son pueblos, también hay urbanizaciones, y las urbanizaciones son lo opuesto de los pueblos. Porque los pueblos se hacen poco a poco y entre muchos, mientras que las urbanizaciones brotan de repente y las concibe uno solo o, peor aún, las diseña un impersonal “despacho”. Las urbanizaciones resultan de un método, los pueblos resultan de la vida. Los pueblos contienen sabiduría, las urbanizaciones contienen cálculos y planos constructivos. Las urbanizaciones se usan, los pueblos se habitan. Es cierto que “hay pueblos que saben a desdicha”, como decía Rulfo, y que los hay vacíos: pueblos fantasma, que les dicen. Pero hasta un pueblo abandonado está más vivo que una urbanización. Porque en los pueblos verdaderos viven los vivos pero igual viven los muertos. Karel Kosik decía que “la arquitectura moderna reproduce los cimientos antiarquitectónicos de la época moderna, edificando anticiudades, que son sucedáneos de espacios de convivencia”. Y estas anticiudades pueden estar en suburbios periurbanos o ser lo que en México llaman “ciudades rurales”. Hace casi 40, en mis recorridos tabasqueños por un malhadado desarrollo agropecuario dizque colectivista llamado Plan Chontalpa, me tocó conocer a las abuelitas de las modernas “ciudades rurales”. Eso escribí entonces en el número 4 de la revista Cuadernos Agrarios: La Comisión del Río Grijalba había diseñado un plan que comprendía la creación de 22 poblados –uno para cada ejido– dotados de todos los servicios y con nuevas y flamantes construcciones cuyo diseño se había encargado a los arquitectos. Pero lo importante del plan residía en su carácter de experiencia piloto (…) Esta política de urbanización correspondía a las convicciones de Carlos Molina (director de la Comisión): “Las soluciones al problema de la vivienda campesina deben ser radicales (…) evitando criterios transicionistas o dilatorios”. Esto significaba que se debía abandonar toda gradualidad en la sustitución de las poco funcionales e insalubres construcciones de palma, por modernas viviendas de material diseñadas por los arquitectos. No quiero pecar de transicionista o de dilatorio y acepto que quizá es posible el paso sin mediaciones de la choza tradicional a la vivienda “moderna”, lo es dudoso es que las construcciones diseñadas por los arquitectos tuvieran algo de funcional. Los planos fueron elaborados sin tomar en cuenta, ya no digamos los gustos de los campesinos, sino incluso los más elementales factores climáticos de la región. Consecuentemente en la temporada calurosa las casas son un horno y las familias tienen que cubrir con guano los flamantes techos de concreto. Otros simplemente han construido sus tradicionales viviendas de palma en el patio trasero y emplean como bodega las edificadas por la Comisión. Los pueblos verdaderos son condensación de significados donde cada piedra, cada muro, cada banca del parque cuenta una historia. Pero son también residencia de la soberanía, porque el poder popular se ejerce donde se vive, es una potencia asentada, afincada, territorializada. Tomando de Santo Tomás la idea de “ley natural” como expresión de la voluntad divina, teólogos como el granadino Francisco Juárez (1548-1617) consideraban que el auténtico “sujeto de derecho” es la comunidad, no el gobernante sino el pueblo, de modo que el depositario del derecho no es el que habita en el castillo sino los que viven en la aldea. Decía el jesuita italiano Roberto Belarmino (1542-1621) que “el poder pertenece al pueblo”, lo que en términos espaciales significa que el poder radica en el caserío y en la asociación libre de caseríos. En 1965 el guerrerense Lucio Cabañas ‑maestro rural que por protestar contra el autoritarismo de la directora de la escuela primaria de Atoyac de Álvarez era perseguido por el gobierno– se adentra en la Sierra iniciando el proceso organizativo cuyo saldo será la conformación de un grupo armado. Con una columna rebelde que entre permanentes y transitorios movilizaba alrededor de 250 combatientes, los insurrectos de Atoyac conformaron la mayor guerrilla de base campesina que se haya integrado en México después de la Revolución y hasta el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). ¿Qué le permitió al que llamaron el Partido de los Pobres mantenerse alzado entre 1972 y 1974 y resistir más de 16 incursiones militares? Lucio lo cuenta en grabaciones, que conocemos porque cayeron en manos del ejército, donde explica que todo consistió en “hacer pueblo”. Y “hacer pueblo” significaba transformar las aldeas de la sierra en sustento territorial del “poder popular”. Desde 1965 y durante siete años, un pequeño grupo de rebeldes se dedicó a recorrer los ranchos y caseríos remontados, hablando con la gente y formando “comités clandestinos”. Y fue gracias a estas bases de apoyo que los guerrilleros pudieron moverse por el “filo mayor” como “pez en el agua”. “Hacer pueblo”, ayudar a transformar a los aldeanos que habitan un caserío en verdaderos sujetos de derecho, en núcleos de poder plebeyo, es clave universal de la organización popular y palanca de todos los movimientos sociales duraderos. Porque el poder de los de a pie, aun de los citadinos, radica en el caserío rural o urbano: en el sitio donde nacemos y donde morimos, en el lugar donde habitamos. |