15 de septiembre de 2012     Número 60

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Guerrero

Pueblos fantasma y comunidades baldías en la sierra

Miedo de irse, miedo de quedarse


FOTO: Gabriel Figueroa

Lorena Paz Paredes

En la noche escribo en mi diario todo el miedo del día. Aprendí ya que lo mejor es callarse. Mis papas querían que nos fuéramos de la comunidad. Pero ¿adónde, cómo? No hay lugar para la paz... Y de todos modos algún día nos tenemos que morir.
Testimonio de una joven de la sierra de Guerrero

Muchos pueblos y caseríos del México rural han ido vaciándose en la década reciente. El campo se está despoblando por falta de trabajo, por una agricultura que no alcanza, por una larga sequía que acabó con milpas y ganados, por inundaciones, por abandono gubernamental, por hambre, por desesperanza. Pero también por el miedo y por las amenazas de los grupos armados. En las serranías guerrerenses de hoy, quedarse en la comunidad es arriesgar la vida o vivir en el espanto.

Desde hace algunos años, las poblaciones serranas de Petatlán y de gran parte de La Montaña de Guerrero están sumidas en la violencia. La causa es la guerra entre cárteles del narco que se disputan el territorio donde se siembra amapola y el trasiego de drogas y armas. En 2011 esta guerra desató una cascada de despoblamientos forzados. Más de 80 familias de 15 comunidades tuvieron que huir. Los pueblos serranos desertados son Zapotillo, Campo del Cielo, El Timbirichal, El Roblar, La Florida, El Huamilón, Los Limones, Carrecilleras, El Parazal, El Zapotillal, Parotitas, Las Galeras, Barranca del Bálsamo y El Cuajinicuilar. Varios estos pueblos quedaron totalmente deshabitados.

“La gente se sale porque tiene miedo de que la maten –cuenta una serrana–; les avisan, nomás, que si se quedan se mueren. Varios llegan sólo a la cabecera municipal, pero los que tienen parientes en otros estados, pues para allá agarran camino…”.

Algunos regresaron a recoger algo de la milpa, como el hijo mayor de la señora María, que fue desplazada de Barranca del Bálsamo con su familia y hoy vive en Petatlán. “Yo le digo: “Mi´jo, mejor regrésate, no le hace que perdamos todo. Aunque sea que nos quede la vida ¿no?”, cuenta María. Y es que a algunos de los que volvieron les fue mal: “Mi compadre ya no estaba en el pueblo –dice Delia–, regresó él a vender sus vacas, lo agarraron a tiros. Ahí nomás quedó. Otros lo fueron arrimando pa’bajo”.

“Antes se iban los adultos y los jóvenes –dice María–, ahora se van las familias completas”. Algunas mujeres que salieron de El Parazal acabaron retornando al pueblo pero solas, ya sin el marido: “Porque no podemos estar de arrimadas en la cabecera municipal con tanto niño”. Saben que es peligroso regresar a la sierra. “Pero allá tenemos la casa, la huerta y algo podrán comer los chamacos”, dicen.

En El Parazal en 2011 vivían 23 familias, pero para septiembre de ese año diez habían dejado el pueblo. Cinco meses más tarde quedaban ahí sólo tres casas habitadas. En Barranca del Bálsamo vivían 22 familias, pero 20 fueron obligadas a desterrarse a fines del 2011.

“De las familias que salimos amenazadas, volvieron tres a Barranca –dice María–. ¿Que van a hacer las mujeres lejos de su casa y sus terrenos? ¿Cómo mantener al niñerío?, ¿Vamos a vivir nomás de aire?... Yo en cambio no vuelvo... No quiero que me espanten... Aunque tenga que sufrir la pobreza”.

Al principiar 2012, retornaron a Barranca primero dos familias, luego tres y así hasta llegar a 12. Pero cuando unos armados mataron a don Justiniano Rosas Farías, padre de Perfecto Rosas Martínez, uno que había sido secretario del PRD, y poco después los militares allanaron la casa del muerto dizque buscando armas, la población se espantó y las 12 familias que habían vuelto al pueblo y que en total eran unas cien personas, cargaron de nuevo sus bultos y se regresaron en pequeños grupos a la cabecera municipal. Hoy Barranca del Bálsamo es un pueblo fantasma.

La gente que se queda o que se va y regresa vive en la zozobra y la que se va para no volver pierde la esperanza. Así relatan los quedados lo que es vivir en el miedo:

“Antes nos comunicábamos por radio para pedir cosas, ahora ni eso, porque dicen que estamos mandando mensajes secretos. En la clínica de El Parazal, los armados se llevaron todo y los médicos no quieren regresar… Las de (el programa) Oportunidades iban casi cada mes y llevaban un registro de la talla y el peso de los niños, pero ya no van más… Tampoco trabajamos las parcelas con libertad: por puro miedo no salimos temprano ni llegamos tarde a los trabajaderos. Y si la milpa está retirada de la casa, nomás no vamos, por temor a que por ahí salgan los armados. Ora hay que pedir permiso para ir a la milpa… En el pueblo los niños ya no son libres de salir de sus casas, tienen miedo. Y a las jóvenes se las quieren robar a cada rato.

“Tenemos miedo de estar y miedo de salir. Hemos perdido la libertad de vivir. Yo y mi esposo hemos querido salirnos… Pero luego pienso: ‘¿por qué tengo que irme, dejar mi casa, dejar mi huerta, dejar mi bosque? ¿A poco tengo a fuerzas que dejar lo mío sólo porque otros quieren?’”.

Hay labriegos que se resisten a obedecer a los nuevos dueños del pueblo:

“Primero invitaron a mi esposo a que agarrara las armas –cuenta una serrana–. Él dijo: ‘No, yo de eso no sé’. Luego le dijeron: ‘bueno, pues entonces siembra y te pagamos bien’, y él dijo: ‘No, yo no sé de eso, nomás le sé a la milpa’. Y que nos dicen: ´Bueno pues, por orita no les vamos a hacer nada’. Y eso qué. Ya nos dejaron con el miedo. No hablamos con nadie. Y es que hay que andarse cuidando, no hay en quien confiar”.

El temor y la desesperanza son los sentimientos de las que se quedan:

“Les tengo coraje a esos que llegan a decirnos ‘No digan nada, y si algo ven, ustedes no ven nada, cierren los ojos’. Nos dicen qué debemos decir, cómo debemos ser. Estamos viviendo una fuerte opresión. Los sentimientos de una están muy enterrados”.

Una zona despoblándose rápidamente, una sociedad desmoronándose en silencio. Un territorio donde los pueblos están heridos de muerte:

“Yo creo que ya no hay comunidades aquí –se lamenta María–. Sólo hay familias arrimadas, arrinconadas, bocabajeadas y calladas. Gente que ni siquiera puede hablarse, ayudarse. Porque la violencia nos desaparta, nos quita hijos, sobrinos. ¿Y entonces? ¿Cómo vamos a estar unidas las familias, si ya metieron la podredumbre adentro?, si ya pusieron a fuerzas el arma en manos del hijo, si ya le dijeron a una: ‘Tú nomás te callas, si llegan los encapuchados o la camioneta con los armados, baja los ojos, no digas nada, ándate derechita y entonces a la mejor no le pasa nada a tu familia’”.

Al principio “los violentos” presionaban a hombres jóvenes para que colaboraran. Ahora también las mujeres y niños están obligados. Hay poblados donde los armados hacen asambleas exigiendo apoyo.

“Que las mujeres les den de comer cuando ellos quieran, y que no se anden enojando porque los hombres ya agarraron las armas. Los niños y niñas tienen que espiar también. Y los pobrecitos, ¿qué van a saber si los encapuchados son de un grupo o son de otro? –se lamenta María– Seas hombre o seas mujer, estas obligada. Ya no somos libres ni dueños de nuestras vidas”.

Poblados baldíos o sitiados donde mujeres que antes se atrevieron a organizarse pasando del silencio a la palabra, tienen hoy que volverse de humo.

“Antes queríamos que nos vieran, que nos oyeran, a nosotras, las pobres, las mujeres, las locas. Y ora hacemos lo que sea para pasar desapercibidas: portarnos silencias, no hacer ruido, no andar contradiciendo, no levantar la voz, no atreverse a mirar de frente, nunca, nunca…”