e acuerdo con un estudio elaborado por el Centro de Estudios de Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados (CEFP), los impuestos aplicados a los salarios en México son de los más bajos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), a la cual pertenece el país. A renglón seguido, el documento afirma que esa situación –presentada como ventaja comparativa
– se conjuga con uno de los menores niveles salariales entre las naciones que integran la citada organización, circunstancia por la cual un trabajador mexicano percibe la quinta parte de lo que puede ganar en naciones como Holanda
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Por principio de cuentas, la afirmación de que el nivel impositivo del ingreso en México es de los más bajos a escala internacional resulta engañosa al cotejarse con la profunda inequidad fiscal que prevalece en el país y con la existencia de un gravamen correspondiente –el impuesto sobre la renta, (ISR)– que parece diseñado para cobrar con eficiencia y rigor a los asalariados, a los profesionistas y a las micro y pequeñas empresas, pero que se aplica con inaceptable laxitud a los corporativos y las grandes fortunas personales.
En efecto, en contraste con la imperdonable complacencia que caracteriza al Ejecutivo federal desde hace varios sexenios frente a los grandes magnates nacionales y extranjeros y a sus consorcios, los contribuyentes cautivos padecen una suerte de sobrexplotación fiscal. Significativamente, mientras un asalariado promedio debe entregar hasta 30 por ciento de sus ingresos por concepto de ISR, en 2010 las 30 principales empresas que operan en el país sólo pagaron en promedio el equivalente a 10 por ciento de sus utilidades.
Por lo que se refiere a los salarios en México, es pertinente recordar que su ubicación en los niveles más bajos a escala internacional es consecuencia de una política deliberada de contención del ingreso, puesta en práctica por las administraciones del ciclo neoliberal, que empezó siendo –se dijo– de razón antinflacionaria; después se presentó como vía para impulsar la rentabilidad y la productividad y para atraer inversiones, y ahora se mantiene como inercia que no requiere de argumentos racionales, y se ha vuelto uno de los obstáculos principales para una reactivación efectiva del mercado interno y una recuperación económica perceptible y sólida.
En momentos en que la inauguración del nuevo ciclo legislativo es acompañada de un renovado empeño por avanzar en la aprobación de las llamadas reformas estructurales
–incluidas las que conciernen a los ámbitos fiscal y laboral–, es pertinente plantearse si lo que el país requiere es una profundización de las mismas directrices que han conducido a la economía nacional al estado de postración e inequidad en que se encuentra o si se necesita, por el contrario, un cambio en el modelo económico que se ha seguido hasta ahora y que ha sido dictado, principalmente, por las cúpulas empresariales locales, los organismos financieros internacionales y los capitales trasnacionales. La segunda de estas posibilidades tendría que incluir, en forma obligada, la corrección de la injusta política fiscal vigente y la aplicación de alzas salariales significativas, y no precisamente para que el país mejore en los comparativos internacionales, sino para que tenga bases sólidas y asegure su viabilidad.