elsinki, Finlandia. En el contexto del vibrante y variado Festival de Helsinki que se lleva a cabo por estos días aquí en la hospitalaria capital finlandesa, la velada del jueves 23 de agosto fue particularmente divertida. Fue la fecha elegida para la ya famosa Noche de las Artes, un abigarrado festival dentro del festival, con un par de cientos de actos artísticos repartidos abundantemente por toda la ciudad, en lo que Eric Soderblom, director del festival, califica como una explosión de locura finlandesa
, que se desarrolla al amparo de la presencia de 4 mil 163 artistas de 27 países.
Desde antes del crepúsculo y hasta bien entrada la madrugada, me encontré entre otras cosas con una representación shakespeariana (en perfecto y muy británico inglés) en un parque, una banda de viento formada por veteranos, mesas redondas y presentaciones de libros en dos museos, trovadores en las esquinas, varios coros de aficionados, estatuas vivientes, magos, mimos, prestidigitadores, músicos de todo tipo (especialmente jazzistas) haciendo suyos los bares y restaurantes, uno que otro predicador protestante y, en una esquina de Alexanterinkatu (la Calle de Alejandro) en pleno centro, un improbable virtuoso del botellófono, casi seguramente ajeno a la organización oficial del festival pero aprovechando al máximo la coyuntura.
En medio de esta prolija oferta de artes nocturnas, fue posible encontrar también algunas presentaciones más formales y entre ellas, sin duda, la más atractiva fue la interpretación de las monumentales Vísperas de 1610, de Claudio Monteverdi, en la Iglesia de San Juan. Para la ejecución de esta bellísima partitura, la Orquesta Barroca de Helsinki y el Coro de Cámara de Helsinki trabajaron bajo la dirección de uno de los grandes especialistas en este tipo de repertorio, Rinaldo Alessandrini, fundador del ejemplar ensamble Concerto Italiano.
Ante la comprensible tentación de escuchar esta magnífica obra interpretada por un grupo monumental, Alessandrini y sus colaboradores optaron por una línea de conducta más acorde con la costumbre actual, a través de una sólida versión camerística de las Vísperas: un coro de dimensiones moderadas, y una orquesta de época conformada estrictamente con un solo instrumento por cada parte. De ahí, un equilibrio instrumental-vocal exquisito, y una asombrosa claridad en cada línea musical, sustentada entre otras cosas en un sobrio balance en el uso de los cornetts y los trombones, amalgamados a la perfección con el resto del ensamble.
Uno de los elementos más atractivos de esta rica interpretación de las Vísperas de 1610 fue proporcionado por uno de los tenores solistas, Ian Honeyman. Mientras su colega Niall Chorell abordó sus labores vocales con la sobriedad esperada en el contexto de una obra sacra de este tipo, Honeyman cantó sus partes con un énfasis teatral que sin duda debió mortificar a muchos puristas presentes esa noche en la Iglesia de San Juan. Sin embargo, es pertinente recordar que cuando Monteverdi escribió las Vísperas, ya tenía detrás de sí su seminal ópera Orfeo, y trabajaba asiduamente en sus espléndidos libros de madrigales seculares.
Y si al escuchar la música de hace evidente la influencia del pensamiento madrigalista en la obra sacra, no hay razón para suponer que esa infuencia no pueda trasladarse también a un estilo interpretativo en el que el word painting no se limita solo a la línea musical, sino que se materializa también en la gestualidad del intérprete. Sea como fuere, la actuación de Ian Honeyman resultó una atractiva sorpresa.
Por lo demás, la orquesta y el coro finlandeses manejaron con la combinación exacta de fuerza y delicadeza la exquisita filigrana polifónica de Monteverdi, destacando particularmente dos aspectos: la muestra de su indudable viruosismo en la Sonata Sopra Sancta Maria, quizá la sección más demandante de las Vísperas, y la atractiva resolución espacial y acústica de los diversos efectos de eco propuestos por Monteverdi, particularmente en el Concerto Audi Coelum. Con igual eficacia y sensibilidad, los músicos finlandeses resolvieron esos agridulces momentos de aparente inestabilidad armónica que representan un sello inconfundible de la mejor música de Monteverdi. En suma, una gran interpretación de una gran obra, a cargo de grandes músicos y un gran director.