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Ciudad desierta, la ONU huye y la tormenta está por comenzar
E

l no sobrevivirá, me dice mi amigo sirio, y creo que tiene razón. El hombre en la televisión estatal, con barba hasta el pecho, se confiesa salafista. Su nombre de guerra es Abu Dolha, su nombre real es Ahmed Alí Gharibo, del distrito Ghouta de Damasco. Reconoció frente a las cámaras de televisión que lamenta haber matado a 200 personas con sus manos.

¿Qué lleva a un hombre a admitir esto en televisión? Estaba ahí, sentado en su casa, a sólo 25 kilómetros de Damasco. El hermano de Bashar, Maher, vive a la vuelta de la esquina. Creo en lo que dijo mi amigo: Ahmed Gharibo no sobrevivirá.

Como en todos los conflictos civiles, los rumores se transforman en hechos y éstos en rumores. Damasco está casi desierta. Los bulevares se ven vacíos y hay más puestos de control que semáforos. Algunos elementos de la seguridad mujabarat, algunos soldados y el ocasional agente shabiha* me tratan amistosamente. Así debe ser, ¿no? al ver que me dirijo a las mansiones de la elite en las afueras de la ciudad. Todos se ven bastante fatigados.

¿Cómo es que en Occidente, donde son defensores de la democracia y la libertad, pueden dar apoyo a esta gente?, pregunta mi amigo. ¿Acaso tus lectores no saben que su majestad envía armas y dinero a estas personas?

Estoy a punto de decir que su real majestad afirma que no da armas de ninguna manera y la palabra afirma es muy importante en Siria estos días; como en cualquier teoría de conspiración de la historia.

“El primer paso para desmantelar Irán es desmantelar Siria. Estamos aislados y hay 123 naciones en nuestra contra que asistieron a la conferencia de los supuestos ‘amigos de Siria’ que se llevó a cabo en París”, sostiene mi amigo.

Empiezo a recordar a los serbios y su absoluta convicción de que el mundo estaba en su contra y cuestionaba su inocencia.

Ah, pero como en la vieja Yugoslavia, basta con caminar por las calles de Damasco para darse cuenta de que la tormenta aún no comienza. Detrás de los muros de las barracas del antiguo mandato francés, cercano a la plaza Umayyad, los restos carbonizados del reciente atentado con un camión-bomba permanecen bajo un árbol marchito. ¿Tenía el atentado como objetivo el puesto militar que el ejército sirio aún utiliza o fue una broma dirigida a los funcionarios de la ONU que se hospedan en el hotel Dama Rose, que está al otro lado del camino? Los últimos 100 observadores militares ya están empacando para salir hacia el aeropuerto de Beirut el miércoles próximo. El hecho de que prefieran salir de la capital libanesa que de Damasco lo dice todo. El miércoles estamos fuera, me dice uno de estos funcionarios en el lobby, pero usa la palabra defunct para referirse a su partida. En francés, el término significa muerto.

¿Es posible que el atacante del camión-bomba también quiera muerta a la ONU? Poco después de la explosión se hicieron varios disparos contra el tercer piso del hotel, donde están las oficinas de la ONU. ¿Será verdad que en el octavo piso ya había un equipo de camarógrafos listos para grabar el atentado? ¿Y que las ambulancias llegaron en tres minutos?

La ONU está conciente, desde el principio, que sus hombres iban a correr cada vez más peligro en las provincias. En Alepo empezaron controlando un radio de 48 kilómetros y al cabo de un mes los escoltas que el gobierno dio a los funcionarios ya no se atrevían a ir más allá del último puesto de control del gobierno, dentro de los límites de la ciudad. Los rebeldes fueron menos amistosos con la ONU y varios observadores internacionales vieron a combatientes extranjeros en las filas del Ejército Sirio Libre.

La semana pasada, aunque la ONU no haya difundido este hecho, un agente de seguridad de la organización, quien alguna vez trabajó para el gobierno, fue secuestrado, torturado y asesinado cerca de su hogar, al norte de Damasco. Encontraron 20 heridas de bala en su cuerpo. Los funcionarios de Naciones Unidas no hablan de esto. Rara vez se han mostrado tan poco comunicativos, pero contaron los cadáveres encontrados en Artous, 40 kilómetros al noroeste de Damasco. Eran 70 cadáveres de sunitas en total, dentro de una fosa común, hace apenas dos semanas. Al parecer fueron ultimados por los shahiba.

Las fuerzas armadas sirias se han replegado claramente del centro de Damasco, pero los suburbios son otra cosa. Pocos capitalinos creen que los opositores armados estén ganando en Alepo.

Los cristianos protestan, me dice otro amigo sirio. El arzobispo católico griego de Alepo acaba de pedir a las potencias occidentales que no envíen armas a los fundamentalistas. La Iglesia católica en Alepo ha sido bombardeada.

¿Cómo responde uno a todo esto? ¿En verdad el gobierno sirio quiere que la ONU se vaya? ¡No!, exclama mi amigo. “Queremos que Naciones Unidas se quede aquí para presionar a esta ‘gente’ a que comience un diálogo.”

Los salafistas dijeron el viernes que sus enemigos son los alawitas (claro, Bashar Assad es alawita), los chiítas y los cristianos. ¿Entonces, eso es...? ¿Guerra por televisión? ¿Admitir que el hombre que mató a 200 personas no sobrevivirá más allá de la transmisión? Y la ONU se va de verdad. Existe la idea de que una minúscula oficina permanezca en Damasco con un observador militar y otro político. Por lo demás, los grandes y tristes ojos del burro que es Naciones Unidas se cerrarán somnolientos el miércoles. Es el fracaso de otra misión más, y no se quedará ni un soldado internacional para observar el comienzo de la tormenta.

(* La palabra significa, literalmente, fantasmas; se les cons dera matones. N de la T).

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca