os alimentos y el agua no aguantan más neoliberalismo. En los últimos días, dos conjuntos de hechos nos recuerdan esta realidad-límite que empezamos a vivir. El primer conjunto es de carácter planetario; el segundo parece ser local, pero sus implicaciones son nacionales. Aquél lo constituyen todos los acontecimientos que se vienen dando con motivo de la sequía en Estados Unidos, en Rusia y en otros países del norte y el impacto en la disponibilidad y el precio de los alimentos. El segundo está marcado por la continuidad de la lucha de los defensores del agua del desierto chihuahuense en contra de las apropiaciones ilegales y/o injustas del agua en Chihuahua.
Las señales de alerta se multiplican en los medios informativos: la peor sequía en medio siglo está afectando a dos tercios de Estados Unidos, sobre todo a la región de las praderas, granero del planeta, lo mismo que a Rusia y a Ucrania, grandes productores de gramíneas. Todo esto hará que la oferta mundial de tres granos básicos: maíz, trigo y soya, disminuya cerca de 25 por ciento. Sólo un incremento de las cosechas de otros países como China, Argentina, Brasil y México podría librarnos de una crisis alimentaria como la de 2008, con los subsecuentes estallidos sociales como los hubo en aquel año y 2009.
Ante esto, el presidente Obama actúa con presteza: anuncia la compra de 170 millones de dólares en alimentos, sobre todo de carne y pescado para ayuda a familias que lo requieran, además de los 941 millones que ya gastó en comprar comida el Departamento de Agricultura. Obama urge, además, la aprobación de la Farm Bill (Ley agrícola), que prevé la ayuda para granjeros y familias afectados por el cambio climático durante un periodo de siete años (La Jornada, 14 de agosto).
Aunque los especialistas insisten en que esta crisis sólo va aumentar en 4 por ciento el precio de los alimentos en Estados Unidos, en México el precio del huevo ya aumentó 76 por ciento en lo que va del año y se prevé que el precio de la tortilla se incrementará en 30 por ciento.
Por otro lado, el accionar de los agricultores del movimiento defensores del agua del desierto chihuahuense
continúa, a pesar de la satanización de que son objeto por algunos medios. El 3 de agosto lograron que el gobierno federal firmara importantes acuerdos para poner fin a los aprovechamientos ilegales en la cuenca del río Del Carmen, para que la CFE y la Sagarpa cesen de subsidiar a los agricultores que llevan a cabo tales aprovechamientos y para que la Semarnat niegue los permisos de cambio de uso de suelo en acuíferos y cuencas sobrexplotadas. Pero las acciones de los defensores empiezan a despertar conciencias en el medio urbano: cuando denuncian que la sobrexplotación del acuífero Santa María afecta a la población de Ciudad Juárez, por estar conectado al acuífero Conejos Médanos, la opinión pública fronteriza empieza a interesarse en este grave problema.
Los dos casos son muy diferentes, el de la sequía y la carestía de los alimentos y el del aprovechamiento ilegal del agua superficial o subterránea. Sin embargo, llevan a lo mismo, al menos en dos aspectos: en primer lugar, se relacionan con dos bienes básicos para la vida: el agua y los alimentos, cada vez más afectados por el cambio climático. En segundo lugar, demandan la intervención del Estado para vigilar y garantizar el acceso sustentable a dichos bienes.
A contrapelo del neoliberalismo que le exige a otros países, Estados Unidos –en boca de Barack Obama– interviene de manera pronta ante la sequía y carestía de alimentos y presenta una propuesta multianual dirigista, en materia alimentaria y agrícola. A su manera, los productores que defienden el agua exigen también que el Estado sea quien ponga el orden para que el agua deje de ser aprovechada por unos cuantos agricultores ricos y se vede su acceso a los consumidores urbanos y agricultores con menos recursos.
Es aquí donde se develan los límites autoimpuestos a la acción del Estado mexicano. En materia alimentaria la política es cortoplacista, dispersa, si no contradictoria, entre la Secretaría de Economía y la Sagarpa. No hay una reserva estratégica de alimentos; las importaciones son dictadas a la carta por las grandes corporaciones del agronegocio; no hay planes a mediano plazo, multianuales de producción, de distribución, de reservas. En materia hídrica y ambiental, Conagua, Semarnat, Profepa y Sagarpa siguen rutas paralelas. En uno de los países con mayor extensión árida sigue vigente el concepto legal de libre alumbramiento
de las aguas, que privilegia el aprovechamiento individual sobre el bien comunitario y que urge que se reforme en la misma Carta Magna.
Parece que los grandes poderes trasnacionales no están dispuestos a ceder ganancias para amortiguar el cambio climático. Por eso urge una política de Estado en materia hídrica y ambiental: unitaria, con gran participación social, estratégica, a corto, mediano y largo plazo. Un consejo de Estado –es decir, del gobierno y la sociedad– que diseñe, supervise y evalúe la política estratégica en cuestiones de agua y alimentos, Porque si el neoliberalismo sigue imperando también en estos aspectos, a muy corto plazo todos estaremos muertos.