os olímpicos efluvios, distractores inmejorables, ceden lugar a un presente preocupantemente nublado. En el interior del país el forcejeo por la validez de la reciente elección se endurece y presagia tormenta futura. En el exterior, la acumulación de quiebres financieros y reclamos ciudadanos cada vez más airados apuntan hacia la profundización de la crisis sistémica en marcha. No habrá escapatoria fácil en tales ámbitos de la vida pública. Tanto los cortes a la legitimidad del poder público, cuyo referente es la composición social, como a la capacidad de navegar en medio del amenazante contexto económico mundial son las grandes tenazas que aprisionan a la nación.
La legitimidad, requisito indispensable para el productivo y democrático ejercicio del poder, se horada a paso veloz. Poco auxilian los intentos normalizadores encargados al aparato de comunicación, orientados a minimizar y hasta despreciar los desplantes opositores. El creciente desgrane de pruebas en contrario de la validez electoral va quedando sepultado bajo el peso abrumador de los conjuros a la ley reforzados con la solidez, en este caso inamovible, de las instituciones. Poco importa que los mismos tribunales (IFE y TEPJF) sean atropellados por el tropel vocinglero de sus propios gestores y más aún por sus muchos defensores de oficio. La extendida creencia de que, sin importar la solidez, abundancia u oportunidad de las pruebas presentadas ante ellos, el decreto final ya viene en camino. La declaratoria de validez es, si no inminente, por completo segura. Y junto a tal creencia, inducida por y desde las mismas cúpulas, poco o nada será posible ensayar en contrario como, tampoco, encontrará sustento en las encuestadas mayorías. Una especie de rendición incondicional es el dibujo ansiado. La contundencia del hecho consumado no admite ya discordancia que valga la pena considerar.
A trompicones, sin orden y menos en concierto de ideas, los priístas acuden presurosos a la escena pública para balancear las continuas andanadas de los opositores de izquierda. Su táctica es simple y hasta entendible. Primero hay que resguardar a la figura central. Que nada toque o siquiera inquiete la distante figura del señor Peña Nieto. Los burócratas del partido se encargarán del pleito de barandilla, asunto menor, según sus cortas entendederas. Y, como plato estelar, avezados políticos saldrán a la palestra para que la crítica, los enterados, los medios y demás parafernalia de la escena pública empiecen a elucubrar sobre sus plácidos designios con miras al brillante futuro que aguarda bajo su responsable cuidado.
Todo indica que los eficaces políticos priístas de pura cepa no han clarificado y menos aceptado el rol subordinado que les aguarda bajo la égida de la nueva camada mexiquense: esa apretada conformación de intereses, atrincherados desde sus meros orígenes de clan. Para eso son requeridas las habilidades operativas de la llamada clase política priísta. Lo que buscan los nuevos mandones son pastores de rebaño, amanuenses probados, apaciguadores de enconos y requiebros, de esas estirpes que, muchas veces, son vistas y apreciadas sólo como operadores de las grandes y trascendentes decisiones tomadas en otras alturas. Primero, deben saber y acomodarse con la indiscutida primacía de los patrones, esa rala plutocracia que reina en las alturas. Después tendrán que arrellanarse con las adecuaciones que de esos intereses privilegiados hará la tecnocracia: la de nuevo cuño y la tradicional hacendaria. Después, y sólo en esos momentos álgidos de posibles quiebres o desarreglos, serán llamados para apagar los fuegos con sendas baterías de acuerdos. Sólo en esos momentos de amenazas o urgencias entrarán en funciones para desempeñar sus secundarios papeles de acomodadores. Un rol, por cierto, no exento de importancia burocrática. Pero sus visitas al cuarto de las decisiones serán fugaces y transitorias. Ni modo, tal será su suerte y aprecio en el venidero gobierno.
Ante un panorama de tan perentorio cariz, el designio de la gran política quedará pendiente. Su modalidad cotidiana, en cambio, se colocará en un segundo o tercer plano. Una magnifica prueba de tal suerte de destino lo ha puesto por escrito, en reciente artículo (Reforma, 13/8) el señor Beltrones. Bien sabe el sonorense el actual límite a sus ambiciones y capacidades. El horizonte que ve delante se agota, al menos por ahora, en definirse como asistente y compañía de una Presidencia que califica, de antemano, como democrática. Asegura que, siendo conductor del grupo mayor, prestará oídos, dará voz y respetará la pluralidad del resto legislador. Sin embargo, en la actual realidad llevarán a término, primero que todo, el designio ejecutivo: comisión anticorrupción, transparencia abarcadora y el organismo ciudadano regulador de la inversión en medios. Una prioridad formulada a matacaballo ante la insurgencia del movimiento universitario.
Situar las alianzas como la pieza fundamental del quehacer político-legislativo es poner la carreta delante de los caballos. Lo primero es el diseño del modelo que guiará los asuntos de todos y después vendrán las alianzas. Un trazo que responda a las necesidades y aspiraciones del pueblo es lo necesario, no las urgencias y deseos de los poderosos, motivación siempre atisbada por los políticos de élite como su llamada vital. Las famosas reformas estructurales, que los priístas han situado en los lugares estelares de su mapa de ruta, no se compaginan con el pregonado cambio prometido. Estas reformas son las impuestas por los intereses del gran capital externo y sus asociados internos. De esos rasgos, cuasi divinos para los neoliberales y cauda de difusores a sueldo, devienen sus funciones de negociadores probados. Fuera de tales ámbitos sus talentos no son apreciados ni requeridos. Poco tendrán que decir, por ejemplo, para develar los efectos demoledores de la política económica actual, esa que se deriva del modelo excluyente y acumulador en boga. Los estragos que este modelo causa en la desigualdad imperante son, en sí mismos, el asunto a paliar primero y revertir después. Lo demás, si se considera como el rasgo vital del quehacer legislativo, deviene un maniobrismo provocador de más de lo mismo de siempre: unos pocos arriba y todos los demás abajo o muy abajo.