uis Fernando Tena, entrenador de la selección mexicana, a pocos segundos del silbatazo final, se hinca en el césped y con los brazos abiertos mirando hacia el cielo da gracias a Dios. Ha ocurrido una especie de milagro; un equipo mexicano de manera inédita había conquistado la medalla de oro en futbol. Las creencias religiosas estuvieron presentes en cada momento de los pasados Juegos Olímpicos de Londres; muchos atletas antes de entrar en acción se persignan, otros al marcar un tanto o conquistar una meta señalan al cielo, dando crédito a Dios; sea cristiano, ser supremo, creador o Alá.
Dichas escenas, que millones de televidentes compartimos, contrastan con las medidas e impedimentos en materia religiosa que asumió el Comité Olímpico Internacional (COI) al prohibir que durante los Juegos Olímpicos se introdujeran en los estadios, sitios de entrenamiento y lugares de reunión entre los atletas cualquier impreso o libro de carácter religioso
. El motivo de dichas restricciones es que, a diferencia de Pekín 2008, se decidió aislar el deporte de cualquier conflicto religioso o político, razón por la cual el COI no quiso homenajear a los atletas israelíes asesinados en Munich hace cuatro décadas. Sin embargo, la fe irrumpió con los principales actores: los atletas. Fue imposible reprimir o prohibir gestos, actitudes o manifestaciones religiosas de los competidores. Si bien los sentidos religiosos pueden sufrir un marcado declive en Europa y Reino Unido, buena parte de los atletas olímpicos parecían manifestar lo contrario.
La postura del COI fue muy criticada por su severidad secular. ¿Cómo desconocer el origen y parte de la esencia de las justas atléticas? Todos sabemos que el nacimiento de los Juegos Olímpicos es religioso. Se desarrollaban hacia 770 aC en la ciudad griega de Olimpia, al norte de la península del Peloponeso, y estaban consagrados a Zeus, el dios más importante del panteón griego; a esta celebración acudían ciudadanos de las más diversas polis a presentar sus ofrendas. Durante esta conmemoración se realizaban los Juegos Olímpicos. Competencias de la destreza física, espiritual y deportiva, en las que sólo podían participar hombres. Éstos no sólo ofrendaban su esfuerzo a los dioses, sino que los emulaban. Recordemos que en la religión helénica el rasgo más relevante es el antropomorfismo de sus divinidades; es decir, los griegos representaban a sus dioses en forma humana e incluso les adjudicaban las mismas virtudes y los mismos defectos que poseemos los seres humanos.
La dimensión lúdica de las justas y la fuerte carga emocional de la competencia olímpica, por su simplicidad y eficacia, alcanza las audiencias más diversas en términos sociales, culturales y geográficos. Excitación de los sentidos, plasticidad estética, tanto de los escenarios como de los cuerpos, y la exaltación de los héroes olímpicos, que alcanzan categoría de semidioses, como en la antigua Grecia, son fórmulas de probada eficacia de rencantamiento del mundo. La exacerbación de la emoción y la pérdida del sentido de la realidad que los movimientos religiosos pentecostales utilizan son recetas altamente eficaces para capturar así el interés de las masas.
La diversidad de culturas que conviven en las olimpiadas, la pluralidad de razas, credos y lenguas son sometidas por un orden olímpico superior. Las reglas del juego ordenan la complejidad, así como un código de ética deportiva superior en que se mezcla la tolerancia, la hermandad, la cooperación y la honradez en la competencia. Pero no es sólo asunto de creencias tradicionales y ancestrales, como el fuego o la llama olímpica. La entonación de los himnos nacionales, la mimetización de los uniformes con los colores emblemáticos de las banderas nacionales, las ceremonias de premiación, las ceremonias de inauguración y clausura son nuevos ritos laicos que se incorporan a toda la simbología religiosa que está detrás, soportando el conjunto de la cultura e identidad olímpica que subyace en los juegos. Solo así entendemos, por ejemplo, que el padre de la judoca Wodjan Ali Seraj Abdulrahim Sharkhani, primera mujer que iba a competir en unos Juegos Olímpicos en representación de Arabia Saudita, prohibiera a su hija luchar sin el hiyab, algo que contraviene las normas del deporte. Tampoco resultó nada extraordinario que Usain Bolt, el hijo del viento jamaiquino, el mejor de los corredores de la historia deportiva mundial, llevara colgada del cuello una cadena de oro con una medalla, y cuando se preparaba para la salida se hizo la señal de la cruz mirando y rezando al cielo.
No se trata sólo de afirmar que el deporte y las justas olímpicas sustituyan las formas religiosas, a pesar de que los domingos hay más gente en los estadios que en las iglesias, sino que la religión también invade la esfera y la cultura de los imaginarios del deporte. Muchos deportistas son en buena parte portadores de supersticiones, cábalas y comportamientos que exaltan el politeísmo de las masas. En el futbol, el gol es la exaltación absoluta de la liturgia: los fanáticos celebran la anotación como shock catártico que libera una masa de energía primitiva y provoca clímax. Muchos atletas, antes de entrar en acción, se recogen espiritualmente, respiración y meditación, invocando e impregnándose de poderosa energía que optimice su desempeño.
Sin exagerar, cuestionamos por ello la decisión tajante del COI de restringir expresiones religiosas durante las justas, cuando en el origen y en la percepción de muchos atletas lo religioso es algo vivo, presente y actuante.