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Puntos sobre las íes

Armillita. Más de un grande

L

o prometido es deuda.

En anterior entrega, nos referimos a don Fermín Espinosa Saucedo Armillita Chico, uno de los tres grandes toreros mexicanos de corte y fama internacional (los otros dos fueron y son don Rodolfo Gaona Jiménez y don Carlos Arruza –segundo apellido de su señor padre– Ruiz Camino y paremos de contar, y si bien la lista es muy parca se debe a que hay que tomar en consideración lo difícil que es convencer aquí, allá y más allá en lo que hemos denominado la profesión más difícil del mundo).

Así las cosas

Señalábamos que Don Fermín nació en Saltillo, el 3 de mayo de 1911; hijo y hermano de toreros y a los 13 años de edad, el día primero de agosto de 1924, debutó en calidad de becerrista, en la plaza El Toreo de La Condesa, causando gran impresión por su incipiente intuición taurina y por su facilidad para andar entre los pitones, y él mismo llegó a comentarnos que si había toreado esa tarde, fue más que nada para dar gusto a su señor padre y a sus hermanos, y no por el deseo de hacerlo y mucho menos por afición.

Pero...

Don Rodolfo Gaona se había ido de los ruedos el 12 de abril de 1925, dejando vacío un trono que se pensaba nadie podría volver a ocupar y, mucho menos, un mozalbete de escasos 13 años de edad que, sí podría llegar a destacar, pero nada más.

Cosas veredes...

Dios dispone...

Tanto le dijeron y tanto lo elogiaron que lo convencieron que siguiera probando suerte en los ruedos y de qué calibre no serían sus quehaceres taurinos que llegó a sumar 45 festejos en calidad de becerrista, con triunfos cada vez más clamorosos, que lo llevaron a ingresar a las filas novilleriles entre 1926 y 1927, con apenas 15 y 16 años de edad, mientras iba creciendo el número de sus partidarios que veían en él a una futura muy grande figura del toreo y así llegó la fecha del 16 de octubre de 1927 en que se despidió de las filas novilleriles en El Toreo de La Condesa, encerrándose con los seis astados, en una tarde verdaderamente gloriosa.

Y lo que siguió.

Ocho días más tarde, el 23 de octubre, recibió la borla de matador de toros –¡a los 16 años, cinco meses y 20 días de nacido!–, siendo su padrino el hispano Antonio Posada y el testigo el apodado Orfebre Tapatío Pepe Ortiz y para comenzar con el pie derecho salió en hombros de la entusiasta afición, tras haber cortado las orejas del sexto de la jornada y, a finales de 1927 y principios de 1928, en calidad de meteoro, llegó a sumar 14 corridas entre la capital y los estados y se decidió que debía marcharse a España, para recibir la alternativa en la plaza de Barcelona, de manos de su hermano Juan (qué banderillero colosal era), siendo el testigo Vicente Barrera y fue premiado con una vuelta al ruedo por demás meritoria dado lo difícil que salió el ganado. Vino la confirmación en Madrid, en la antigua plaza de la carretera de Aragón, el jueves 10 de mayo, de manos de Manuel Jiménez Chicuelo, con el testimonio del tristemente malogrado Francisco Vega de los Reyes Gitanillo de Triana, alcanzando el saltillense un sonado triunfo, dando la vuelta al redondel en su primero y cortando la oreja de su segundo, en tanto el público demandaba la segunda, que el biombo no concedió y así, contando con apenas 17 años, sumó, nada más y nada menos que 48 corridas en los principales cosos de España, para, brevemente, volver a México y seguir arrollando una tarde sí y otra también.

No paraba.

Era ya un grande.

De qué calibre serían los triunfos del compatriota que no uno, sino varios críticos hispanos llegaron a compararlo con el también malogrado gran torero sevillano José Gómez Ortega, también conocido como Joselito el Gallo y/o Gallito, lo que ya es decir.

Pasaron los años y cada tarde se consolidaba don Fermín cómo el gran coloso de los ruedos mexicanos, ya que las relaciones taurinas con España seguían rotas, tras del reprobable boicot de 1936, a los cual nos hemos ya referido y, por fin, tras un buen número de gestiones del conocido taurino y empresario compatriota don Antonio Algara, el 9 de diciembre de 1945, debutó en la plaza capitalina de La Condesa, el gran matador cordobés Manuel Rodríguez Sánchez Manolete, alternando con el moreliano Eduardo Solórzano, que esa tarde se despidió de los ruedos, y el texcocano Silverio Pérez, con ganado de Torrecilla, fecha en la que el de allá venido mostró su formidable potencial taurino, cortando una oreja y rabo y, en contrapartida, llevarse, en su segundo, un severo cate, y cabe mencionar que el gran Compadre Silverio, que tan protegido fuera de Armillita, estuvo en verdadero coloso, cortando también oreja y rabo y sufrir un leve puntazo en la región glútea. Aquella tarde, que aún recordamos los que peinamos canas (esto cuando las hay), se desataron las pasiones surgiendo las loas a Manolete y las glorificaciones, a ley ganadas, para los nuestros: Fermín, Jesús Solórzano, Lorenzo Garza –quien había regresado a los ruedos para enfrentarse con El Monstruo de Córdoba como se había apodado al cordobés–, Silverio, Luis Castro El Soldado, Alfonso Ramírez El Calesero y Luis Procuna, entre otros.

Aquello fue la locura.

Y cabe citar que muchos de los fans de Manolete afirmaban que nadie podía torear como el Córdoba solía hacerlo y para darles un mentís en todo lo alto, en una de esas corridas, don Fermín Espinosa Saucedo Armillita Chico –¡qué grande fue!– dióse a torear tal y cómo lo hacía el hispano y aquello convirtió los tendidos en un auténtico huracán de pasiones, a grado tal que tuvo que intervenir la policía tratando de apaciguar los ánimos.

Sin conseguirlo.

Sea por Dios.

Otra vez, el espacio manda y en la próxima entrega para los lectores de La Jornada, habremos de proseguir con algunos recuerdos y apuntes del saltillense y de los terribles momentos que tuvo que sufrir y a los cuales se enfrentó cómo todo el hombre que supo ser, para, una vez más, saber imponerse como todo un señor.

Vaya que lo fue.

AAB