Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de agosto de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Del empresariado al empresariaje
V

a de nuevo: curiosa democracia esta que lo obliga a uno a reiterar una y otra vez que los inconformes de uno y otro lado del río litigioso en que ha desembocado la sucesión presidencial tienen el derecho a reclamar y a cuestionar personas e instituciones, siempre y cuando esos reclamos tengan lugar dentro de los marcos y cauces establecidos por la ley. Y ese es el caso de los dirigentes de la coalición progresista y su candidato presidencial: no ha habido en su ya larga intervención ante los órganos electorales respectivos, ni en su recorrido por plazas y calles de la República, el menor asomo de transgresión a las leyes o de abierta incitación a hacerlo. La reiteración puede aburrir al más obsesivo de la clase electoral mexicana, pero no sobra si se considera el rumbo que ha querido dársele a la cuestión poselectoral por parte del PRI y, ahora, de los organismos cúpula del empresariado.

Dicho esto, agreguemos que a los empresarios les asiste todo el derecho a manifestarse en favor o en contra de uno u otro partido o personaje pero, a la vez, que su ejercicio no les da la razón, ni jurídica ni política, ni le otorga pertinencia a sus manifiestos. En la actual coyuntura, las insinuaciones y acusaciones más o menos veladas de los organismos patronales contra las cabezas de la coalición progresista, que se aunaron al desdichado manifiesto de Soriana, no allanan el trayecto final del proceso electoral y más bien lo vuelven aún más lodoso.

Por décadas, los empresarios mexicanos han buscado no sólo un lugar protagónico en la escena política nacional, sino convertirse en factótum de la elaboración y puesta en práctica de la política económica y social y hasta de la política-política a secas, así como del quehacer judicial del Estado. Se trata de una proclividad a la expansión que suele ser presentada como defensiva frente a un Estado siempre listo para intervenir y cercenar libertades y derechos sacrosantos, como el de la propiedad privada o la libertad de empresa.

Una y otra vez, las cúpulas del dinero han buscado ser reconocidas también como elites del poder, sin que en tal pretensión medie procedimiento constitucional alguno. De aquí el apelativo bien ganado de poderes de hecho o fácticos, como se les llama en España, donde, por cierto, los orgullosos demócratas han tenido que rendirse a la evidencia de que esa facticidad puede, sin pedir permiso a nadie, volverse forma de gobierno, como ocurre hoy bajo la infausta conducción del Partido Popular y el inefable señor Rajoy.

En los años 30 del siglo pasado, el presidente Cárdenas pintó su raya y la del Estado posrevolucionario con sus célebres 14 puntos ante los aguerridos patrones de Monterrey, y buscó dar cauce permanente a esa y otras confrontaciones con los propietarios y hombres de empresa a través del sistema de cámaras de industria y comercio, definidas como órganos de consulta del Ejecutivo, además de representación gremial y fuente de información para el Estado y la sociedad. Junto con la organización de las masas trabajadoras que habrían de ser la base del Partido de la Revolución Mexicana, este formato para el empresariado daría vida y sentido a la ”democracia funcional” que, según el estudioso estadunidense Frank Brandenburg, Cárdenas quería construir.

Más adelante, al calor de las convulsiones continentales propiciadas por la Revolución cubana, así como de las jornadas proletarias de protesta y de la represión con que se les enfrentó desde el gobierno, los empresarios volvieron a la carga. Asustados por la posición mexicana en el caso cubano y las declaraciones de izquierdismo desde el propio gobierno, pusieron en cuestión la estrategia de reconciliación social emprendida por el presidente López Mateos, que era parte de la instrumentada para sortear el difícil reacomodo regional exigido por Estados Unidos para encarar la llegada de la guerra fría a las playas de América.

Los empresarios exigieron grandes y precisas definiciones del gobierno y fintaron con llegar a una huelga de inversiones, precisamente cuando para la coalición gobernante parecía vital trazar un nuevo rumbo para el desarrollo nacional, que saliera al paso de las heridas y contradicciones mayores, de las cuales fue heraldo magnífico la insurgencia sindical de entonces. La respuesta la dieron los secretarios Ortiz Mena y Salinas Lozano, en una espléndida exposición de motivos de lo que debería ser la economía mixta mexicana en la nueva época.

El empresariado se acomodó a la estrategia y surgió el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, donde los cúpulos de todas las cúpulas buscarían procesar sus destinos manifiestos y modular sus inevitables fricciones con un Estado que aparte de promover y conducir el desarrollo, buscaba nuevas fórmulas de conversación entre la acumulación de capital y la distribución social, después de reconocer que la inflación y el desenfado alemanista habían dañado seriamente la unidad nacional y de clases que había sostenido el desenvolvimiento anterior. Así vino el desarrollo estabilizador y la década del milagro mexicano, que en vez de una Alianza para el Progreso devino alianza para las ganancias, según la feliz expresión de Roger Hansen.

Los años 70 trajeron consigo nuevas perturbaciones y el Estado quiso absorberlas en una estrategia renovada para el desarrollo compartido. Incapaz de asumir que la sociedad generaba nuevos reclamos políticos y de admitir que la represión criminal de octubre de 68 constituía ya un parteaguas de la política, el gobierno intentó tímidas aperturas democráticas, junto con un tanto audaces cuanto atropelladas acciones de cambio estructural con intenciones redistributivas, siempre constreñidas a la conducción vertical y al formato corporativo que años antes se había remozado gracias al éxito económico.

Los empresarios encontraron en dicha estrategia una nueva amenaza histórica, porque implicaba reforzar la economía mixta y exigía una reforma fiscal profunda, cuya posposición en la década anterior había sido el precio de la reconciliación con el Estado. Surge así el Consejo Coordinador Empresarial y los designios del empresariado se vuelven pretensión estratégica.

El auge petrolero propició un veranito y la Alianza para la Producción fue entendida como una nueva oportunidad para las ganancias, que había que obtener pronto y, al menos en parte, poner a buen resguardo afuera. La inflación hizo su parte y la política americana de estabilización la suya y, vertiginosamente, el país entró en una crisis financiera que se volvió económica y permitió que desde las cúpulas se empezaran a cantar los responsos del Estado posrevolucionario y sus formatos y alianzas corporativos.

La hora de la libertad había sonado y los gobernantes de la nueva generación no la veían con malos ojos. Entró a saco el cambio estructural globalizador y el empresariado empezó su tránsito al empresariaje: en vez de inversión y empleo, negocios y ganancia rápida.

Para terminar como empezamos: desde luego que tienen derecho a hablar y exigir buenas conductas… lo que les falta es razón y autoridad para hacerlo.