n miércoles por la tarde de estos últimos meses de vacaciones en la frontera entre Neza y Chimalhuacán, el sol hería los hoyos de la silenciosa y desierta calle, llena de polvo blanco, por la que no cruzaba coche alguno. Arriba en las ventanas (de algún modo hay que llamarlas) veíanse entornadas las que alguna vez fueron persianas, tras las cuales reclinados sobre ellas dormían (es otro decir) vecinos, mezclando tristeza y silencio, y el airecillo que se filtraba por las vidrieras rotas… La brisilla provocaba ligero rumor suspirante, y agitaba la basura de las banquetas a la puesta del sol que se recortaba sobre el polvo arenoso de la calle.
En la esquina de la calle apareció un viejecillo, que se guiaba por su bastón, encorvado, mal vestido, traje de pana igual de viejo, zapatos tenis y un caminar arrastrando los pies generador de un susurro que era el único sonido que contrastaba con el silencio, usaba una cachucha de beisbolista, colocada como la usan los cátcheres
, por debajo de la cual asomaban largos cabellos blancos.
El viejecillo tocaba con un roto y a su vez viejo violín, algo de ritmo callado, desconocido, incomprensible; compases seguramente ideados por él en el momento, que sonaban al igual que su caminar de un modo melancólico, lento, monótono como suena la zona oriente del estado de México, conurbada con la ciudad de México. Rendido por la fatiga, después de sufrir el sol de ese día, que parecía incendiar el espacio, marcando reflejos en cristales y rojos ladrillos sin pintura que parecían derrumbarse al igual que él.
Arrimado a la pared, paso tras paso, lento como su música extraña que parecía la repetición eterna de una sola nota, el viejecillo se fue alejando, mientras yo lo veía desde mi coche, imaginando su historia. Una historia más de la desigualdad social que azota México; una historia vulgar, vieja: un pobre músico, sin otra aspiración que vivir un día más (si eso es vivir) con escaso conocimiento de su arte. El abandono, la soledad, la depresión, las enfermedades, el llanto que seca las pupilas
, la indiferencia a todo, el hambre, la banqueta que debilita el cuerpo y mata la vista y es morada y sólo el roto viejo violín de León Felipe por fortuna.
Lo seguí y más adelante lo vi con el violín que hacía sonar sólo para él y producir una nota incolora opaca y triste que repetía y repetía; echaba andar sin que le cayera una moneda que parecía no esperar, llevando en el cuerpo su dolor, su ancianidad solitaria y el imaginario en una mujer, que cada día se acercaba más y era la muerte.
Todo esto imaginé mientras el viejecillo del violín iba perdiéndose de vista, poco a poco, pegado a las casas
y orientándose con un palo que no bastón y el violín. Lo perdí de vista en la noche que llegaba y no vi ya sus cabellos largos y blancos que brillaban como plata, y su caminar con lentitud, tocando y sin pedir nada a nadie… y el que escribe guiado por los indicios
forjándose una historia vieja, eterna, como la injusticia. Esa injusticia que ahoga el país y genera la desigualdad social en que vivimos. Total, nuestra capacidad de negar es tan intensa como la desigualdad social. México le ganó a Japón. ¿Cuál dolor?