urante la marcha zapatista del color de la tierra
, realizada en 2001, en el Congreso de la Unión se produjo un fuerte debate acerca de la posibilidad o no de que el EZLN hiciera uso de la tribuna del Congreso de la Unión para exponer las razones en las que fundan su movimiento. La postura de quienes se oponían a esta medida la abanderaba Felipe Calderón, coordinador de los diputados del PAN, y fundaba su oposición a la presencia zapatista en el recinto legislativo, invocando, a su modo, aspectos relacionados con la formalidad parlamentaria y criterios rígidos en la interpretación del reglamento legislativo.
Quienes apoyábamos que los zapatistas hicieran uso de la tribuna parlamentaria ganamos por 10 votos, pero sabíamos que más allá de las formalidades, la discusión de fondo radicaba en el cuestionamiento acerca de que si el Estado mexicano incluía o no a todos los mexicanos. Los zapatistas expusieron sus argumentos en favor de una nueva relación entre los indígenas y el Estado mexicano. Lo que siguió después de eso es historia: en el Senado los 15 minutos de Fox nunca llegaron y en un procedimiento legislativo, dirigido por los senadores Manuel Bartlett y Diego Fernández de Cevallos, se desnaturalizó la iniciativa de ley en materia indígena a cambio de un texto constitucional que prometía un paraíso, que en los hechos resultó ser un infierno para las comunidades indígenas mexicanas.
Comento lo anterior porque el pasado 26 de julio, en ocasión de la presentación del libro Corazón indígena: lucha y esperanza de los pueblos originarios de México, de don Luis H. Álvarez, el licenciado Felipe Calderón Hinojosa, ahora como Presidente de la República, hizo pronunciamientos que en salvaguarda del interés general deben precisarse.
Resultó natural que el licenciado Calderón exaltara generosamente la figura del autor del libro presentado, al límite de considerarlo un apóstol, lo mismo que su recurrencia al anecdotario para ilustrar los valores éticos que, afirmó, posee don Luis H. Álvarez. En ese mismo orden, el comentarista declaró su aprecio a las cualidades literarias del subcomandante Marcos, quien aparte, como se sabe, tiene, honestamente, muy buena prosa y muy buen verso.
Las opiniones del licenciado Calderón no parecen enmarcadas en un plan prestablecido, con una estrategia argumental deliberada; tienen la frescura de la improvisación sincera, de esa amena ingenuidad que en ocasiones posee quien no advierte la gravedad de los sucesos a los que se refiere. Estas y otras opiniones vertidas por el licenciado Calderón a lo largo de su intervención corresponden al ejercicio de su derecho individual a opinar, por más o menos controvertidos que resulten sus puntos de vista.
El conflicto ocurre al considerar la investidura que ostenta el licenciado Calderón; cuando él habla, habla el Presidente de la República, dignidad de la que no puede despojarse ni momentáneamente y que lo obliga a considerar, siempre, el peso e impacto que tendrán sus palabras.
A lo largo de su intervención, el licenciado Calderón dejó en claro que carece de la interpretación y la política institucional necesarias para entender y resolver, como Presidente de la República, la crisis en Chiapas, donde subsiste la declaración de guerra que un amplio grupo de mexicanos lanzó contra el Estado. A pesar de estar por terminar sus responsabilidades presidenciales, es inquietante considerar que durante casi seis años el silencio del Presidente de la República en el tema no respondía a la cautela, sino a desconocimiento y superficialidad.
Lo anterior se confirmó en el cierre de la intervención del licenciado Calderón, al afirmar: Pero, sobre todo, ha sido (don Luis H. Álvarez) una luz que ha cambiado la realidad de las comunidades zapatistas, no a partir de las armas, como originalmente ellas vendían, sino a partir de la fuerza de los no violentos, de la fuerza de los pacíficos, como dice el Evangelio, del cual, si queda alguno entre nosotros, ese hombre fuerte de la paz se llama don Luis Álvarez y tenemos el privilegio de tenerlo con nosotros
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El Presidente de la República está equivocado; su error es grave, porque se origina en el desconocimiento de lo que ha sido el conflicto chiapaneco desde su génesis hasta ahora. También es grave porque magnifica los resultados cuantitativos de los programas gubernamentales y la inversión pública, sin reparar en la orfandad estratégica y desarticulación con que se ejecutan en las comunidades indígenas algunas políticas públicas clave.
El Presidente de la República ha sido omiso en su obligación de reconciliar a todos los mexicanos, lo que trata de ocultar tras una cortina de cifras de inversión pública sin estrategia social ni proyecto político en todas las regiones indígenas.
El mérito de que el conflicto no se haya escalado no está del lado del gobierno, sino de las comunidades zapatistas, que han honrado los compromisos de sus dirigentes resistiendo las adversidades y conjuras con lealtad y disciplina.
Es de interés nacional denunciar y terminar con el supuesto de que es posible y rendidora la administración del conflicto, ad perpetuam, y que el desgaste de la dignidad indígena terminará por agotar a los insurgentes.
No debe tolerarse más omisión ni suplantación del desarrollo social con democracia; es necesario generar las condiciones sociales y políticas para la reconciliación y el rescate de la plena soberanía nacional, mediante la reposición y restitución de los procedimientos constitucionales que conviertan en mandato los Acuerdos de San Andrés, firmados entre el Gobierno Federal y el EZLN.